Si Miguel de Cervantes nos detalló los volúmenes que atesoraba Don Quijote; Julio Verne, los del sombrío y misterioso capitán Nemo, y Umberto Eco imaginó los de El nombre de la rosa, Jorge Luis Borges, acaso el paradigma del lector total, se asomó al abismo de una biblioteca infinita, hecha a imagen y semejanza del Universo. Borges sostuvo que “basta que un libro sea posible para que exista”. Para el autor de La biblioteca de Babel (1941), el universo es infinito como una biblioteca de todos los libros posibles, la que siempre se irá renovando y en la que el lector –“el devorador de libros”– es el custodio del tesoro, como Hsiang, el bibliotecario de su poema El guardián de los libros (Elogio de la sombra, 1969).
Y es ésa pasión por la lectura y la compulsión por los libros la materia prima que nutre las anécdotas y curiosidades que encontramos en Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros, del sociólogo y editor español Joaquín Rodríguez, veinticinco historias de singulares bibliófilos. Hombres que dedicaron todos sus esfuerzos y una inmensa cuota de pasión – y en muchos casos una importante cuota de locura – para hacerse de bibliotecas impresionantes por la variedad (de épocas, temáticas y materiales) y la cantidad de libros y documentos reunidos en ellas.
En tiempos de la era digital, no son pocos los que auguran la muerte del libro físico, de la belleza del papel, la tipografía y la encuadernación. Por ello, Bibliofrenia es una invitación a conocer al Homo tipographicus, “esa especie de apasionados de la adquisición de conocimiento a través de la relación y contacto físico con los signos negros sobre la blanca extensión”. Una galería de historias “cuyos excesos de pasión libresca son capaces todavía de asombrar en nuestro tiempo”, como señala en el Prefacio el catedrático de la Universidad de Salamanca, Fernando R. de la Flor. Una pasión que “hoy se ha atenuado, que probablemente se ha ido apagando, que pierde su aura y, como decía Benjamín, reflecta entonces un tipo de mundo en decadencia, un hábito o esfera social crepuscular de la que, acaso, «se esté retirando el calor», y que vive entonces los esplendores finales de una decadencia (con todo, extremadamente noble)”.
Así conocemos al historiador y erudito prusiano Theodor Mommsen, autor de alrededor de mil quinientas obras, entre ellas una legendaria Historia de Roma. En 1903 y con ochenta y cinco años de edad, abatido por la depresión, decidide pasar todo el tiempo posible en su inmensa biblioteca, a pesar de que un año antes la Academia Sueca le había concedido el premio Nobel de Literatura. Mommsen subió a la escalera hasta lo más alto de las estanterías de su biblioteca. Sacó un libro y, mientras lo hojeaba con dificultad sosteniéndolo con una sola mano, con la otra sostenía una vela que le daba la luz suficiente para poder leer. Sin darse cuenta, acercó el fuego de la vela a su blanca melena y esta se prendió incendiándose con trágicas consecuencias. El viejo erudito logró apagar el incendio en su cabeza, pero su rostro quedó herido con consecuencias irreparables. Meses después murió (Theodor Mommsen o el ardor).
En 1830, el monje español don Vicente, bibliotecario de un monasterio cercano a Tarragona, en Cataluña, abandonó la vida monacal para convertirse en librero de segunda en Barcelona. Compraba mucho y vendía poco. Era su mejor cliente, no podía evitar quedarse con lo adquiría. Y, cegado por la bibliofrenia, llegó a transformarse en un avezado ladrón de valiosos volúmenes, una obsesión cegadora que terminó en un quintuple asesinato para hacerse de un preciado botín: Fours e ordinations de Valencia, una de las obras iniciales de la imprenta española.
Don Vicente, número uno en la lista de sospechosos, recibió la visita de la policía, la que encontró en una de las estanrías más altas de su biblioteca un ejemplar de Fours, además de otros tomos que habían pertenecido a las victimas. Frente al juez, interpelado por las razones de los asesinatos, don Vicente dijo: “Todos los hombres tiene que morir, antes o después, pero los buenos libros deben ser conservados” (Don Vicente y la insania bibliográfica).
Uno de los personajes más idolatrados, denigrados e incomprendidos es Giacomo Casanova, el “héroe erótico” más famoso, quien dejara por escrito sus aventuras amorosas con ciento veintidos mujeres en su autobiografía Memorias de Casanova. Pero este hombre del siglo XVIII no fue solamente un apasionado de las mujeres – principal cultivador y maestro de lo que el filosofo francés Michel Onfray denomina “una libido libertaria” –, también fue un amante incondicional de los libros y un escritor tenaz que retrató el placer y los temblores de la carne, además de ser considerado como un destacado traductor de algunas obras clásicas.
A los sesenta años, Casanova se refugió en el castillo Dux, como bibliotecario del conde Joseph Karl Waldstein. Ahí, en compañía de los libros, escribió sus celebres memorias, en la que incluye una descripción sobre la felicidad y su parecido con el contacto permanente con los libros, aquellos días señalados como los más felicies de su vida (Giacomo casanova o el amante de las bibliotecas). Esos últimos años del escritor–bibliotecario que también quedarían fijados en la disparatava película de Federico Fellini, Casanova (1976).
Historias de locura, tragedias, anécdotas y semblanzas en veinticinco breves capítulos que conforman un libro fascinante, una dedicatoria de amor a los libros y a las bibliotecas, narrados de forma precisa, con humor y abundante información, y que sorprende desde la primera página con un bello epigrafe del traductor y explorador inglés Richard Burton: “El hogar es donde tienes los libros”.
Bibliofrenia, o la Pasión Irrefrenable por los Libros
Joaquín Rodríguez
Ediciones Universidad Austral de Chile, 126 páginas.