Los libros, esos seres queridos

  • 17-08-2017

En un libro de próxima aparición puede leerse: “Mucha gente perdió sus libros en 1973 y en años posteriores. No hacía falta que vinieran a quemarlos. A menudo eran los propios dueños los que los quemaban o les rompían las hojas o les sacaban las tapas y, de manera general, los sometían a acciones involuntariamente violentas, como enterrarlos en cualquier parte tratando de recordar el lugar para venir a buscarlos más tarde. […] Todavía hoy, tantos años después, hay gente que busca sus libros”.

En el diario argentino Página/12 (edición del 16 de agosto) puede leerse que no solamente hay gente que busca sino también gente que encuentra. Se trata de una noticia extraordinaria. Invito al lector a leer la nota completa (“Tanto los huesos como los libros nos hablan de alguien”). Está escrita con el mayor de los cuidados por Silvina Friera. Con un cuidado no menor al que pusieron todos los que participaron en esa extraña aventura.

En pocas palabras fue así.

Entre 1975 y 1976, una pareja, en Argentina, enterró parte de su biblioteca en el patio de su casa. No querían destruir los libros. Tampoco podían llevarlos con ellos. Al tiempo, se exiliaron. Cuando volvieron, ocho años más tarde, intentaron rescatarlos. Encontraron una bolsa, un libro destruido y dieron por perdida la biblioteca. Cuarenta años después de haber sido enterrados, a iniciativa del hijo de la pareja y de otras personas, se reinició una búsqueda y, en esta ocasión, participó el Equipo Argentino de Antropología Forense, internacionalmente conocido y reconocido por su labor en la identificación de víctimas de desaparición forzada. De ahí el título de la nota: esta búsqueda de libros fue tratada, encarada, como una búsqueda de personas y, al respecto, impacta lo que cuentan los profesionales a cargo. En particular, las palabras de la antropóloga Ana Sánchez:

“Excavar la biblioteca significó desde un primer momento el encuentro con una experiencia nueva, impensada. Significó tratar esos libros como cuerpos. Exhumar la biblioteca de una persona es, en última instancia, similar a desenterrar los restos de alguien que eventualmente ‘despareció’: tanto los huesos como los libros nos hablan de alguien, de una identidad compleja, emocional, política y social. Es el descubrimiento per se el que tiene ese valor socio-político que excede cualquier significado que pudieran otorgarle sus parientes o sus dueños”.

Finalmente, la biblioteca fue rescatada en condiciones que el artículo explicita a través del testimonio de los participantes. Situación que nos permite interrogarnos –una vez más– sobre lo “servible” de las palabras, sus múltiples usos, y la manera en que las vamos hilvanando, amarrando, disponiendo, preservando, pero también –quizás– dejando morir. Sobre el “para qué” de toda literatura, tome la forma que tome. Desde la más humilde hasta la más soberbia.

El conjunto de la experiencia ha sido documentado y publicado en un libro presentado en Córdoba el 14 de agosto: La biblioteca roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros, de Tomás Alzogaray Vanella, Gabriela Halac y Agustín Berti (Ediciones DocumentA/Escénicas): “un libro extraño –puede leerse en Página/12– inclasificable en su bellísima y anómala rareza, como si fuera un dispositivo escénico que construye, narra y ensaya procedimientos de transmisión de experiencias complejas e intensas”.

Este libro, sin duda extraordinario, viene también a enriquecer una nueva biblioteca. Una biblioteca en la que distintos autores intentan reflexionar, desde sus respectivas ubicaciones, profesiones y sensibilidades, sobre la relación que unos y otros mantienen con los libros. Tengo en mente algunos títulos recientes que abordan éstos y otros aspectos: Libros que muerden, de Gabriela Pesclevi, un libro editado por la biblioteca nacional argentina en el año 2014, resultado de un extenso trabajo colectivo de investigación y de movilización en torno a la literatura infantil y juvenil censurada durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983); Biblioteca en llamas. Cuando las clases populares cuestionan la sociología y la política, de Denis Merklen, sobre una serie de incendios de bibliotecas ocurridos en Francia en un período reciente (ediciones UNGS, 2016); El golpe al libro y a las bibliotecas de la Universidad de Chile. Limpieza y censura en el corazón de la universidad, de María Angélica Rojas Lizama y José Ignacio Fernández Pérez (ediciones Universidad Tecnológica Metropolitana, 2015).

Sin duda hay más, otros autores, otros libros, investigaciones que en este momento se están desarrollando porque el tema de la relación de las personas con sus libros es inagotable. Y nadie puede arrogarse la última palabra al respecto.

Lo que me resulta llamativo no es tanto que haya –a través de los tiempos– gente determinada a censurarlos y a destruirlos sino lo contrario. La tozudez con que otros se empecinan en salvarlos. En el caso de la “Biblioteca roja” se trata de un minucioso, paciente y amoroso trabajo emprendido por la generación de “los hijos”. Creo que se puede decir así. De alguna manera: como un tributo. O, me parece que se dice en algún lugar de la nota, como para que quede claro que, siendo niños, “los estábamos escuchando”. Algo de eso hay. Probablemente.

Pero también me resultan sorprendentes, más bien desgarradoras y a la vez luminosas –eso, sobre todo: luminosas– otras historias no escritas aún y que quizás no lo serán jamás, de las que uno ha tenido conocimiento. Historias donde las decisiones había que tomarlas “ahora ya”. Historias urgentes. Historias de soledad. Historias de determinación. En las que, de pronto, poner un libro a salvo (incluso una biblioteca completa) era salvar a una persona: el dueño. Porque el libro y el dueño eran lo mismo. Una sola y misma cosa. Un ser querido.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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