Allende, el precursor olvidado  

  • 26-06-2018

 

Es bien sabido que con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 América Latina y el Caribe reanudaron su marcha hacia su Segunda y Definitiva Independencia. El ascenso de Hugo Chávez a la presidencia de lo que luego sería la República Bolivariana de Venezuela es usualmente considerado como el segundo hito en esta larga marcha. Esto es indudable, pero pasa por alto una importantísima etapa intermedia, breve pero de enorme importancia: la que aportara el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile, entre 1970 y 1973 y que es imprescindible rescatar del olvido en que ha sido sepultada por el inmenso aparato propagandístico de la derecha tanto dentro como fuera de Chile.

Allende llega al Palacio de la Moneda con un programa de gobierno que nada tiene que envidiar al que luego procurarían implementar -en un contexto internacional, económico y político mucho más favorable- los gobiernos bolivarianos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Hombre de inconmovible convicciones socialistas Allende no demoró un segundo en aplicar el programa de la UP, adoptando trascendentales medidas como la nacionalización de las riquezas básicas de Chile: la gran minería del cobre, hierro, salitre, carbón y otras, en poder de empresas extranjeras –entre ellas los gigantes de la industria cuprífera: la Anaconda Copper y la Kennecott- y de los monopolios nacionales. Con una inversión inicial de unos 30 millones de dólares al cabo de 42 años la Anaconda y la Kennecott remitieron al exterior utilidades superiores a los 4.000 millones de dólares. No contento con esto Allende nacionalizó casi la totalidad del sistema financiero del país: la banca privada y los seguros, adquiriendo en condiciones ventajosas para su país la mayoría accionaria de sus principales componentes. Nacionalizó a la International Telegraph and Telephone (IT&T), que detentaba el monopolio de las comunicaciones y que antes de la elección de Allende había organizado y financiado, junto a la CIA, una campaña terrorista para frustrar la toma de posesión del presidente socialista. Recuperó la gran empresa siderúrgica, creada por el estado y luego privatizada. Aceleró y profundizó la reforma agraria, que con su predecesor democristiano había avanzado con pasos lentos y vacilantes. Una casi olvidada ley de la fugaz República Socialista de Chile (4 de Junio-13 de Septiembre de 1932) facultaba al presidente a expropiar empresas paralizadas o abandonadas por sus dueños. Se constituyó un “área de propiedad social” en donde las principales empresas que condicionaban el desarrollo económico y social de Chile (como el comercio exterior, la producción y distribución de energía eléctrica; el transporte ferroviario, aéreo y marítimo; las comunicaciones; la producción, refinación y distribución del petróleo y sus derivados; la siderurgia, el cemento, la petroquímica y química pesada, la celulosa y el papel) pasaron a estar controladas por el estado. Todo esto hizo Allende en los pocos años de su gestión, aparte de crear una gran editorial popular, Quimantú, para acercar la cultura universal a chilenas y chilenos y de devolver la dignidad a un pueblo por décadas sometido al yugo de una feroz oligarquía neocolonial.

Y todo, absolutamente todo, lo hizo el gobierno de la UP sin salirse del marco constitucional y legal vigente, pese a lo cual la oposición: la vieja derecha oligárquica y sectores progresivamente mayoritarios de la democracia cristiana se arrastraron sin el menor recato por el fango de la ignominia, arrojando por la borda su (siempre escaso) respeto por las normas democráticas para fungir como agentes locales de las maniobras criminales de la reacción imperialista. Aquéllas habían sido desatadas por Washington la misma noche del 4 de Septiembre de 1970, cuando aún se estaban contando los votos que darían el triunfo a la UP. Furioso, el bandido de Richard Nixon, ordenó sabotear a cualquier precio al inminente gobierno de Allende. El asesinato del general constitucionalista René Schneider, poco antes que el Congreso Pleno ratificara su triunfo, fue apenas el primer eslabón de una tétrica cadena que con la dictadura de Pinochet sembraría muerte y destrucción en Chile. La permanente solidaridad de Allende con la Revolución Cubana y con todas las causas emancipatorias de la época, antes y después de asumir la presidencia, fue otro de los factores que encendió las iras de la Casa Blanca y su terminante decisión de acabar con él. En 1967, y en su calidad de Presidente del Senado de Chile Allende había acompañado en persona a Pombo, Urbano y Benigno, los tres sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia, para garantizar su seguro retorno a Cuba. Por eso el desafío que planteaba el médico chileno: la construcción de un socialismo “con sabor a vino tinto y empanadas”, precursor del socialismo del siglo veintiuno, era viscerablemente inaceptable para Washington y merecedor de un ejemplar escarmiento. Especialmente cuando el imperio, agobiado por la inminencia de una derrota catastrófica en Vietnam, sentía la necesidad de asegurar la incondicional sumisión de su “patio trasero”. Pero Allende, un marxista sin fisuras, no cedió un ápice, ni en sus convicciones ni en las políticas que perseguía su gobierno. Y lo pagó con su vida, como lo dijera en su alocución final por radio Magallanes ese aciago 11 de Septiembre de 1973. Y este 26 de Junio, al cumplirse 110 años de su nacimiento, se impone un sentido homenaje a esa figura universal, querible e imprescindible de Nuestra América, el gran precursor del ciclo de izquierda que se iniciaría en diciembre de 1998 en Venezuela.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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