El reconocido arquitecto danés Jan Gehl, referente mundial del desarrollo urbano, planteó una poderosa idea en su libro “Cities for People (2010): Primero moldeamos nuestras ciudades, y luego ellas nos moldean”. En esta breve pero potente cita, encapsula su visión de cómo el diseño urbano influye directamente en el bienestar de las personas.
Esta perspectiva, centrada en priorizar a los seres humanos por sobre las dinámicas comerciales o vehiculares, cobra especial relevancia estos días con el caso del Costanera Center y su polémica intervención urbana, que ha reavivado el debate sobre la llamada “arquitectura hostil”.
Nos referimos a las esferas de concreto instaladas frente al Costanera Center, en Providencia. Según los promotores de esta medida, estas estructuras –un proyecto en conjunto entre el centro comercial y la Municipalidad de Providencia– buscan mejorar el entorno, reducir el consumo hídrico con jardineras sustentables y, sobre todo, dificultar la instalación de comercio ambulante y evitar alunizajes.
Sin embargo, la intervención ha desatado una discusión pública ya que, estas medidas destinadas a desalentar ciertos comportamientos, se hacen a costa de la accesibilidad de los espacios.
El concepto de arquitectura o urbanismo hostil, ganó visibilidad en la década de 2010, especialmente en el Reino Unido, con críticas a intervenciones como las “puntas anti indigentes” en Londres, diseñadas para evitar que personas sin hogar durmieran cerca de edificios.
Pero este tipo de estrategias tiene sus raíces en el siglo XIX y XX, con el urbanismo funcionalista que, centrado en la productividad y la eficiencia, propició el surgimiento de medidas que desalentaron los refugios improvisados por medio de púas o superficies inclinadas. Ejemplos emblemáticos de este enfoque incluyen los bancos individuales que impiden que las personas sin hogar descansen en ellos.
Una de las principales críticas a esta tendencia urbanística es que, en lugar de atender los problemas sociales de fondo –como la informalidad laboral representada en el comercio ambulante o la falta de oportunidades para quienes lo ejercen–, estas acciones buscan “barrer el problema debajo de la alfombra”, reforzando la exclusión social y la aporofobia, un término que se refiere al rechazo hacia las personas en situación de pobreza.
También este enfoque puede tener profundos impactos sociales. Diseñar ciudades para impedir que ciertos grupos accedan a ellas no sólo exacerba las divisiones sociales, sino que también contradice el principio esencial de los espacios públicos: ser lugares inclusivos y seguros donde todos se puedan mover libremente. Obstaculizar este principio no solo es un retroceso para el urbanismo, sino también para la convivencia y la equidad social.
Por Constanza Troncoso, Comunicaciones DiCREA.
Esta columna fue parte del Boletín DiCREA. Inscríbete para recibirla cada viernes.