A la exitosa operación secreta de Zelaya siguió el retiro de Naciones Unidas de la asistencia a las próximas elecciones en Honduras, lo que significa desconocer sus resultados. A estas alturas, la restitución del Presidente legítimo se ha convertido en una autoexigencia para la causa mundial de la democracia.
La estrategia del gobierno de facto de Honduras de ganar tiempo hasta que se efectúen las elecciones del 29 de noviembre, sin la restitución del Presidente Zelaya, recibió un nuevo golpe de gracia. Naciones Unidas retiró la asistencia técnica que prestaría para la realización de esos comicios. Más allá del hecho de que tal cooperación pueda no ser determinante, lo que importa es la razón que dio el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon: el país no presenta las condiciones adecuadas para garantizar la credibilidad de las elecciones.
Con esto se da un paso institucional a nivel global que compromete a la comunidad del mundo en algo que muchos países ya habían adelantado: no reconocerían el resultado de un acto no presidido por el titular legítimo del Estado y el Gobierno.
Desde luego que el nuevo escenario está configurado principalmente por el logro del Presidente Manuel Zelaya de regresar a su país. Aunque jurídicamente no está en territorio hondureño, sino en el de Brasil, la situación no podía serle más favorable: su presencia en la Embajada terminó con la inercia de una situación que tendía a aletargarse y, al mismo tiempo, cuenta con la plena protección de las convenciones diplomáticas. A esto se agrega la decisión política del Presidente Lula de no otorgarle estatuto de refugiado, desechando así la alternativa que le planteaba Micheletti: o lo asila o lo entrega a las autoridades golpistas.
La historia de la operación secreta que permitió el regreso de Zelaya está aún por escribirse, pero – al margen de los detalles- ella constituyó, por su resultado, un sonoro fiasco de inteligencia para quienes lo derrocaron y le impedían retornar.
También es obvio que, a estas alturas, ya no basta con los ultimatum y que los representantes de los países y de los organismos multilaterales deberán conversar con el gobierno ilegal. Micheletti se da cuenta de esta situación y ambiguamente ha dicho que dialogará sólo con una condición: que no se pospongan las elecciones. Pero en eso no hay desacuerdo, sólo en quién debe presidirlas.
Se entiende que no se trata de avalar el proyecto político de Manuel Zelaya. Este podrá reimpulsarlo desde febrero próximo, una vez que entregue el mando a su sucesor democrático. Si el viraje de quien fuera elegido por la derecha lo catapultó a un liderazgo progresista impensado, las consecuencias deberá extraerlas el propio Zelaya y decidir si encabeza o no un nuevo movimiento antioligárquico. Ese será su triunfo si logra reinstalarse en el mando por unos pocos meses.
Para la causa global de la democracia será decisiva esta reinstalación, porque se convirtió en una autoexigencia y señalizará algunas advertencias: los golpes de Estado no serán más actos impunes y las cancillerías y las organizaciones mundiales, incluso las de derecha y de signo neoliberal, hasta los Estados Unidos y el FMI, no podrán desoír más la presión por construir un orden internacional que valga cada vez más para todos y no sólo para los poderes predominantes.