Cuando se dice que los niños y los borrachos dicen siempre la verdad se alude a la inocencia de unos y a la incapacidad momentánea de urdir mentiras de los otros. En ambos casos afloran las verdaderas percepciones y juicios. Los infantes aún no desarrollan la cautela que induce el sistema educativo social que nos hace guardar las formas con personas que no apreciamos u ocultar hechos que puedan causar conflicto. Y el alcohol reduce esa cautela permitiendo que asome la expresión demasiado cariñosa, la agresión directa, la mirada lasciva o la actitud permisiva. En ambos casos actúan con más fuerza los reflejos de todo tipo.
Los reflejos básicos son aquellos que se producen sin mediar la voluntad ni el grado de exposición al medio social. Como usted bien sabe desde el colegio, la pupila actúa regulando la entrada de luz a nuestro sistema óptico, contrayéndose o dilatándose según reciba más o menos luz. Eso que llamamos “acostumbrarse a la oscuridad” no es sino la adaptación de las pupilas que se dilatan lentamente para recibir más luz al igual que el diafragma de una cámara fotográfica. También recordará el reflejo rotuliano que nos hace levantar la pierna cuando, estando sentados, el médico nos golpea levemente bajo la rótula de la rodilla. Distintos son los reflejos condicionados, en los que la repetición de seudo estímulos los convierte en estímulos verdaderos, como la campanilla de los animales de Pavlov, quien la hacía sonar simultáneamente con la llegada del alimento; la asociación del sonido con el alimento hacía generar jugos digestivos a los animales al escuchar la campanilla aún sin que el alimento llegara. Esta relación causa-efecto también puede ser provocada por asociaciones espurias casuales, fuente de no pocas supersticiones en deportistas o actores que usan cábalas para “obtener” buenos resultados.
El estudio de los reflejos condicionados dio origen al conductismo, escuela que muestra que el comportamiento puede ser visto como la suma de una serie de estímulos que actúan como reforzadores o inhibidores de determinadas conductas, como el terrón de azúcar que premia al caballo cuando repite cierta rutina circense induciendo la obediencia al entrenador. Le hago notar que el uso de este tipo de mecanismos de premio y castigo es muy frecuente en los humanos, lo que llevó a Burrhus Skinner – el padre del conductismo – a identificar el uso del salario como el reforzador positivo mas efectivo. Es posible descubrir todo tipo de estímulos en las relaciones conyugales, de amistad o laborales.
Los medios de comunicación han permitido masificar este sistema de inducir comportamiento, mediante el premio o alabanza de quienes son funcionales a la dominación de los poderosos y el castigo al indócil o al rebelde. Y aunque los mecanismos son variados, el uso del lenguaje es muy interesante, como la calificación de un extranjero como activista si ayuda a defender el medio ambiente o canta canciones comprometidas con los pobres, o de emprendedor si viene a administrar las ganancias de una transnacional. Incluso un miembro del cuarteto gobernante en los setenta y los ochenta en nuestro país inventó la calificación de “humanoides” para quienes sostenían políticas de izquierda, sugiriendo sin ambages la licencia para eliminarlos. Y este tipo de lenguaje actúa de manera tan efectiva que ha domesticado incluso a buenas gentes que siguen pidiendo certificación de demócratas a los “humanoides” en vez de pedirla a quienes avalaron el término, coordinaron consultas fraudulentas o expulsaron a intérpretes populares.
La domesticación de las conciencias es tarea permanente de los poderosos y sus medios. Contrarrestar esa labor mediante la conversación, el canto, la discusión o la lectura, es tarea diaria de quienes queremos un Bello Sino.