De los daños estructurales en la sociedad chilena

  • 12-03-2010

El terremoto que sacudió a nuestro país el 27 de Febrero es una catástrofe lamentable que ha golpeado muy duro a ese Chile que era casi invisible, porque no aparece en televisión (a menos que se trate de un programa pintoresco. Ese Chile que trabaja día a día no para acumular capital, sino para subsistir, y que ante tragedias como la vivida  es el primero en sufrir las consecuencias porque es el más vulnerable.

Ante la tragedia, no sólo pudimos ver a ese Chile profundamente afectado. También hubo daños en modernas edificaciones, en infraestructura, en edificios públicos, en puentes y caminos…en todos ellos se hizo necesario evaluar la intensidad de los daños, y tal vez por ello una de las frases que más se escuchó por estos días en la prensa es la de la necesidad de diagnosticar si había daños estructurales.

Y es que el terremoto no sólo dejó a la vista la estructura dañada de los modernos edificios. También quedaron al desnudo el daño estructural de nuestra sociedad, acusando una debilidad que tal vez no se había advertido antes con tanta crudeza: la fragmentación social y la consecuente vulnerabilidad de nuestro pueblo ante las adversidades. Más que nunca quedó al descubierto la falta de educación de nuestro pueblo, pero no esa educación que se reduce a la adquisición de contenidos que habitualmente entrega el colegio como preparación para el mundo académico o laboral –que no son, por cierto las únicas dimensiones de la vida-, sino aquella vinculada al ejercicio de la ciudadanía, aquella que nos prepara para la vida social, es decir, esa educación que nos permite incluirnos en un tejido social para participar en él, autogobernándonos, confiando en los demás y queriendo contribuir por el bienestar de un grupo humano.

Si nuestro pueblo fuera educado –lo que involucra materias cívicas y de derechos humanos, sociales y civiles- es muy probable que gran parte de esta historia hubiera sido diferente, porque la conciencia política permite un sentido de pertenencia y responsabilidad para con los otros que se traduce en una mayor organización. El caso de Martina, la niña de Juan Fernández que corrió a tocar la campana de su pueblo para alertar a sus vecinos, da cuenta de un sentido distinto de vivir en un grupo humano.  El actuar de esta niña manifiesta un sentido de responsabilidad para con los otros, de un sentido de participación y pertenencia que no sólo la hace consciente de sus derechos, sino también de sus deberes para con los demás, no calculando cuánto se gana o se pierde con ese compromiso, porque no es el criterio rentabilidad el que guía las acciones –lógica de mercado- sino el sentido ético.

A diferencia de este destacable caso, la devastación dejó al descubierto en otros lugares la cuestionable calidad humana de muchos que agravaron la situación al sembrar desconfianza y temor aprovechándose de las circunstancias (como el caso de quienes robaron en tiendas y supermercados), la falta de ética de empresas constructoras que no se pronunciaron en su responsabilidad en los casos de edificios afectados, y el aprovechamiento de los medios al convertir la catástrofe en otra oportunidad de farandulización con su consecuente provecho económico.  Todo ello, manifestación de las grietas profundas que hay en nuestra estructura social.

Por supuesto que el análisis de este daño estructural no lo presenta la televisión. Por el contrario, los medios se encargaron de sacar provecho de él al exaltar, por ejemplo, la supuesta ineficiencia de las autoridades para responder a las necesidades de los afectados, consolidando con ello la idea de que es la autoridad la única que debe responsabilizarse ante las necesidades sociales y no los grupos humanos hacerse parte en enfrentar las problemáticas que les afectan. También la prensa exaltó, promoviendo de fondo la misma ideología que des-empodera a los grupos humanos, los hechos delictuales ocurridos en Concepción, fuertemente exacerbados por la alcadesa Van Rysselbergue, para justificar la participación de los militares en los hechos y con ello la represión como solución –antesala tal vez de lo que se nos viene en el gobierno entrante- sin expresar la más mínima reflexión por las causas de estas tristes y vergonzosas acciones. Entrar en ese análisis, por supuesto,  implicaría cuestionar la lógica misma del neoliberalismo: el individualismo, la competencia, es decir, la ganancia de uno a costa de la pérdida de otro. Y ese otro –esos tantos otros- no hicieron más que aprovecharse de esa misma lógica. ¿Por qué habríamos de esperar conciencia social, sensibilidad, compromiso y rectitud por parte de esos grupos marginados, si estamos en una sociedad que funciona bajo la violenta lógica de la ley del más fuerte?

La cuestionable calidad humana, la falta de ética y el aprovechamiento de los demás que identificábamos anteriormente no es un problema natural, no está en los genes de esos sujetos que reprobamos cuando nos repiten una y otra vez las imágenes en televisión.  Aunque se reprimiera a todos, aunque incluso los enviaran a todos a una isla –el sueño de más de alguno- seguirían surgiendo otros. Porque la causa de la existencia de estas conductas humanas no es natural, sino cultural. Es por ello que es posible explicarse esta problemática desde la educación, y es menester enfrentarla desde este frente.

El daño estructural de la sociedad comenzó en Chile en la dictadura, cuando, al  destruir la educación pública y al instalar una política del terror, el consecuente proceso de segregación y despolitización nos transformaron en una sociedad poco comprometida, desconfiada de los demás, temerosa. Al instalarse la desconfianza en el tejido social, se instala con ello la idea de que es mejor vivir protegiéndonos de los demás, en nuestro metro cuadrado, cuidándonos hasta del vecino –de seguir manteniendo esta percepción de inseguridad se ha encargado la prensa hasta el día de hoy-. En esa lógica, la participación social, ciudadana, se afecta, debilitando y hasta haciendo desaparecer las redes sociales, como juntas de vecinos, sindicatos, agrupaciones estudiantiles, entre otras, es decir, generando un daño estructural, una grieta que poco a poco empieza a profundizarse, casi sin darnos cuenta. Aparecen, en su reemplazo, la participación en el ámbito del consumo, llenando los espacios dejados por la anterior forma de participación y distrayendo de las necesidades que es necesario enfrentar de manera mancomunada -conflictos en el vecindario, en los trabajos..- Es así como también, al dejar de movilizarnos, sentirnos parte de un grupo en el que todos velamos por nuestros intereses para nuestro propio bien, nos sentimos cada vez más desamparados y dependientes de la autoridad, tal cual evidenció el gran sismo que sufrimos. Y así estamos hoy, y así quedó de manifiesto en la avalancha de imágenes que nos bombardearon por estos días, con toda esta carga ideológica que aquí hemos analizado.

Reparar nuestro daño estructural social será lo más difícil de todo. Siguiendo la lógica de las constructoras, tal vez un poco de maquillaje baste. Por ejemplo, haciéndonos pensar en soluciones provisorias en lugar de enfrentar las causas de fondo: el loable esfuerzo televisivo materializado en la campaña “Chile ayuda a Chile”, que permitió reunir una importante cifra en dinero, conlleva el peligro de instalar esta idea de que con la caridad basta. Porque no confundamos solidaridad con caridad. La caridad sirve, pero no es suficiente. La caridad no nos hace pensar con un sentido de justicia social ni nos hace cuestionar las condiciones estructurales de nuestra economía que permiten que exista tal grado de vulnerabilidad social, de manera que haya que hacer estos esfuerzos de cada tanto en tanto. Por supuesto que para el empresariado es más conveniente desembolsar grandes cifras en estas ocasiones en lugar de apoyar cambios estructurales en nuestra economía para enfrentar de raíz las desigualdades sociales, pues esto último les significaría de verdad un desembolso importante.

Entonces, no confundamos el maquillaje con la estructura.  No basta con la represión para enfrentar las problemáticas sociales que hemos identificado, ni con el asistencialismo para ayudar a los afectados. Hace falta de una vez por todas que las políticas educativas enfrenten la urgente necesidad de instalar la formación ciudadana en las escuelas desde un sentido verdaderamente participativo que empodere a los sujetos para hacerse cargo de las problemáticas que los afectan.  No esperemos que la estructura dañada se nos venga abajo. Tal vez aún es tiempo de fortalecerla, pero para ello hay que intencionar formas de cohesión social que sólo desde la escuela pueden llevarse a cabo, porque es la institución en la que descansa la responsabilidad de educar. Ello requiere, por cierto, que las formas de participación en la escuela, para todos sus miembros, no estén guiadas por una lógica empresarial –de control, eficiencia, y tantos términos que se trasladaron del mundo de la empresa al mundo de la escuela- sino de una lógica de comunidad en la que sea el bien común y el desarrollo de sus miembros lo que oriente las acciones que se emprendan en ella. Ello requiere abrir espacios para que los sujetos que son parte de ella manifiesten sus verdaderas necesidades. Es distinto un centro de alumnos que se preocupa de organizar completadas y fiestas, a uno que se organiza para plantear sus inquietudes e intereses, o un consejo de profesores en el que se plantean las ideas de sus miembros, a otro en el que sólo han de limitarse a escuchar lo que la autoridad tiene que decir.

 
Magíster © en Educación y docente de la Facultad de Educación Universidad Alberto Hurtado
Estudiante de Postítulo Filosofía y Educación Universidad de Chile

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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