Lo que nos ha ocurrido en estos días constituye un tema insoslayable para abordar en la escuela; no podemos los docentes hacer caso omiso de lo que ha ocurrido, y sigue ocurriendo, en la medida que tanto los docentes como los estudiantes estamos conmovidos o afectados por el sismo y sus consecuencias posteriores. Por otra parte, los hechos configuran una ocasión de aprendizaje extraordinaria, que no puede ser desaprovechada. Todas las personas, incluyendo a los estudiantes, se plantean preguntas respecto de los fenómenos naturales, en estos momentos y son movidos a reflexión, respecto de sus causas, respecto a la naturaleza humana y acerca de cuestiones trascendentes. En esta idea, nos proponemos apoyar a los profesores de las escuelas que están relacionadas con nuestra carrera, en primer lugar, para que cuenten con otros elementos que favorezcan su propia reflexión y la elaboración de los sucesos. En segundo lugar, queremos producir algunas actividades que pudieran utilizar en el trabajo con sus estudiantes, las que enviaremos oportunamente.
Dos sucesos de la naturaleza han conmovido profundamente a nuestro país en estos días. El terremoto y el maremoto. Pero, hay acontecimientos de naturaleza social que se agregan a aquellos y que son altamente preocupantes: el saqueo, el pillaje y la destrucción. ¿Cómo explicar los hechos de estas últimas jornadas en un país como el que supuestamente vivimos? Tan culto, tan adelantado, tan civilizado o “europeo”, al decir de algunos chilenos y extranjeros.
¿Cómo pudo olvidar el pueblo chileno algunos de los valores y formas de ser que, tradicionalmente, se le atribuyen, tales como la paciencia, la solidaridad, la conformidad, la confianza en las organizaciones sociales, en las autoridades, y la fe en que habrá días mejores?
¿Qué relación es posible hacer entre estos hechos y la educación que intentamos? ¿O entre estos sucesos y la sociedad en que estamos empeñados? ¿Qué hemos aprendido o des – aprendido de la historia de nuestro terremoteado país?
Parecería ser que la naturaleza humana es más compleja de lo que quisiéramos que fuera y tiene muchas aristas. El bien y el mal a veces no quedan tan claros; la distancia entre lo que se puede hacer y lo que está prohibido desaparece, en ciertas circunstancias.
Sin los habituales andamios de contención que nos permiten guiar la conducta, concientes de que no somos nada frente a una naturaleza que todo lo puede destruir, despojados de todo lo que nos daba seguridad, abrigo, alimento, cobijo, nos sentimos tan débiles que nos volvemos primitivos. Concientes de la temporalidad, como estamos los seres humanos, podemos darnos cuenta que, en algunos días más, no tendremos nada que comer, o no habrá agua o podemos, nosotros mismos, ser asaltados por aquellos que tienen aún menos que nosotros. De modo que aumenta la necesidad de allegarnos aquellos objetos que pueden aminorar nuestra debilidad, o que pueden posibilitarnos la sobrevivencia; aún a costa de otros, como si nos dijéramos: si no procedo yo contra el otro, será él (o ella) quien actúe contra mí. Debo apresurarme, ganarle el quien vive. Así, requerimos volver a poseer objetos, alimentos, techos, calor, y acaparamos por si falta. De modo que si nos convertimos en hojas que pueden volar al menor soplo del viento, todo está permitido para acrecentar nuestra fuerza.
Desde otro ángulo, los terremotos son entendidos de distintas maneras según las creencias propias de cada época, según las culturas e ideologías. Cómo reacciona la gente con relación a estos hechos naturales dice relación con la forma en que entiende estos fenómenos, y con sus emociones frente a ellos. Para algunas personas los terremotos son castigos divinos; para otros, simplemente, fenómenos naturales sobre los que aún no tenemos control. Naturalmente, si considero que se trata de una manifestación de enojo de un dios contra mi persona, puedo intentar actuar de modo que mi dios se ablande y me perdone. Rezo, me culpo, hago actos de contrición, O si el mal lo cometieron otros, tal vez, la sociedad completa, puedo desear que los culpables sean castigados, no solo por los dioses sino por los hombres. Todo ello, en vistas al perdón y al cese de la furia con que hemos sido castigados. Eso fue lo que pasó en 1822 cuando algunos religiosos consideraron que la herejía de O’higgins contribuía al castigo del cielo, en ocasión del terremoto de 1822 en Valparaíso.
Si, por el contrario, los terremotos son considerados como manifestaciones de la naturaleza y no conllevan ninguna carga divina, lo que importará es actuar de modo de poder prevenirlos, así como saber cómo y dónde ponerse cuando ocurran. También, es posible que ambas representaciones se crucen en la mente de algunas personas, de manera que la reacción frente al terremoto corresponda, por una parte, a aquello que piensan respecto de su naturaleza meramente física, así como a la idea de que también se expresa allí lo divino.
Así como hay diversas posibilidades de comprensión respecto de lo que es el fenómeno del terremoto, también las hay en cuanto a cómo entender la conducta del pillaje, que ha surgido a consecuencia de él. Puedo considerar que la humanidad ha sido degradada, que los valores se han perdido, que los hombres son los peores enemigos de los propios hombres. En esta idea, puedo creer que es la sociedad la que ha favorecido esa degradación, poniendo la responsabilidad en el plano social; o bien, puedo entender que está en la propia naturaleza de los individuos la posibilidad de degradarse, atribuyéndole así a la persona individual la responsabilidad por la pérdida de los valores.
Si consultamos la historia, la relación entre pillaje y terremoto parece reiterarse. Ya en el terremoto de Concepción del 15 de marzo de 1657 se produjeron saqueos, que habrían arruinado a las haciendas; lo mismo pasó en el terremoto de Valparaíso, hace más de 100 años, cuando se llegó a fusilar a muchos para terminar con el vandalismo. De manera que podemos concordar que, por una parte, el ser humano tiende a reaccionar de manera menos contenida cuando de desastres naturales se trata; por otra parte, la estructura de la sociedad, el modelo de sociedad en que se vive, contribuye o no a la generación de ciertos valores que se manifiestan en estas ocasiones. La sociedad en que se vive es una gran escuela de aprendizaje de valores, los que se forman en un proceso continuo, que no siempre es obvio ni develado, sea que ellos contribuyan o no al bien común, a la generación de redes solidarias entre la ciudadanía o, por el contrario, a la desvinculación social, y a la carencia de solidaridad.
Desde ese punto de vista, quisiera reflexionar acerca de la influencia del modelo de sociedad en que vivimos en Chile, actualmente, cómo dicho modelo contribuye al aprendizaje de ciertas conductas y al desarrollo u olvido de ciertos valores. Estamos desde hace unas décadas empeñados como país en un modelo de desarrollo en el que el libre mercado parece ser el gran regulador del progreso. Sin embargo, el mercado, como tal, parece estar al alcance de la mano del 20 por ciento de la población – debido a la desigual distribución del ingreso – la que puede consumir muchísimo más que todo el resto de ella. Vale decir, dicho mercado no es productor de equidad social ni logra favorecer los intereses de la mayoría de la población.
Sin embargo, esta economía de mercado ha ido modificando no solo la forma en que se contempla el desarrollo económico, sino la forma en que las subjetividades se constituyen. El sujeto que se configura central en este tipo de economías es un ser humano marcado por el consumo, cuyo ser se define por el “tener”. Es preciso tener, no solo por el bien que los objetos aportan, sino para situarse en la jerarquía social deseada. Es necesario tener para “ser” un sujeto que se valora a sí mismo y es valorado por otros. Dada la orientación competitiva de los vínculos sociales, la relación con los otros se da más en la competencia y en el cálculo que en la solidaridad. No tener acceso a los bienes de consumo tan promocionados como signo de estatus social es señal de fracaso personal y social; poseerlos es signo de éxito.
La precariedad actual de las organizaciones sociales deja al individuo a merced de sí mismo. Al sentirse desposeído de todo lo que se ha logrado poseer, los sujetos de consumo, que valen en tanto tienen, se sienten frágiles, derrotados, sin valor alguno para continuar. Al no contar rápidamente con la red de apoyo de las instituciones sociales, de la sociedad civil, ni del Estado, la violencia que le significa esta situación de despojo se descarga en rabia contra ellos. Por otra parte, quienes casi siempre han estado por debajo de la posibilidad de consumo que los convertiría en sujetos reconocidos como tales, visualizan una vía de compensación ya que, ahora, a través del robo podrán tener lo mismo que aquellos a quienes envidiaron, previamente. La inequidad social se muestra sí con su rostro más descarnado.
Lo cierto es que los sucesos de este tipo no solo revelan cómo se va produciendo la modificación de las subjetividades, o cómo Chile sigue siendo un país subdesarrollado en el que la desigualdad social es resguardada, sino además muestra cómo las escuelas van siendo modificadas no solo en términos de las tareas de aprendizaje que allí se intentan, sino también respecto de lo que se considera es su función social. Porque la exigencia que en un modelo de desarrollo como el nuestro se le hace a la escuela es la formación de un sujeto exitoso, que obtiene determinados puntajes en pruebas estandarizadas y que aprende aquellas ramas de la cultura que han sido definidas por la economía de mercado como importantes.
Silvia del Solar Sepúlveda. Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC) – Carrera de Pedagogía en Educación Básica – Marzo del 2010