Seguramente hemos enfrentado el cataclismo más severo de nuestra historia. Más allá de las cifras que se entregan oficialmente, nos consta la destrucción en infraestructura y viviendas, la destrucción de hospitales, escuelas y tantos edificios patrimoniales. Por lo mismo, entendemos plenamente que la administración de Sebastián Piñera concentre sus esfuerzos en la reconstrucción y postergue, incluso, varios de los objetivos ofertados por él durante la contienda electoral. Pero sabemos, también, que el estado chileno pocas veces ha estado más vigoroso para enfrentar esta catástrofe si se consideran las millonarias reservas depositadas en el extranjero y los multimillonarios y ociosos recursos que se les asigna a las Fuerzas Armadas y que debieran redirigirse a enfrentar la emergencia.
Antes del desastre natural, el país se disponía arribar al Primer Mundo y muchos se ufanaban del alto estándar de vida de nuestra población. Sin embargo, el terremoto y el maremoto han evidenciado la precariedad en que viven millones de chilenos, la fragilidad de nuestras ciudades y pueblos, así como la miseria en que viven nuestras poblaciones costeras. Ni qué hablar de la bochornosa inoperancia de nuestra Armada y sistemas de comunicación, así como la ausencia de organización civil para reaccionar a tiempo frente al infortunio. Está claro que los últimos gobiernos nada hicieron por organizar al pueblo y darle poder, al mismo tiempo que las regiones han demostrado patéticamente su dependencia de Santiago y el poder central, lo que se hace más inexplicable, todavía, en un país de larga geografía y de muy disímiles formas de vida en el norte, centro y sur.
Estamos frente a un gobierno para la emergencia, lo cual no significa que los ciudadanos deban asumirse en interdictos y renunciar a lo esencial de la democracia, esto es la participación popular. Antes del terremoto hablábamos de constituir una Asamblea Constituyente, reformar la ley electoral, fortalecer la organización sindical y efectuar una profunda reforma tributaria que nos permitiera enfrentar la catástrofe más seria y permanente de nuestra realidad: la enorme inequidad social y cultural que alienta nuestra economía ultracapitalista y las tensiones y riesgos que se derivan de ella. Como lo son la delincuencia, el narcotráfico, el ecocidio y otras lacras que también se han evidenciado con la furia de la Tierra.
No debemos dar pretexto para que nuestro sistema institucional no se fortalezca y las instituciones lleguen a funcionar plenamente en la normalidad y en las emergencias. En medio del caos, nos pareció completamente razonable sacar a los militares a las calles y establecer el toque de queda, pero eso no es más que el reconocimiento de las precariedades sociales e institucionales que comentamos. Asimismo, nos parece razonable que el Presidente de la República se sobreexponga en estas circunstancias, pero esta situación debe tener un límite si se le quiere dar dignidad a los cargos asumidos por un conjunto de personas que, hasta ahora, aparecen sólo como delegados de lo que discurre un Jefe de Estado que más parece un nuevo caudillo que nuestro Primer Mandatario. Es decir, el primero que debe obediencia al mandato ciudadano. Es necesario que se exprese la oposición con solidez y generosidad, pero sin claudicaciones respecto de la tarea pendiente de construir una genuina democracia. En este sentido, sólo hay que lamentar las demandas mezquinas planteadas desde los partidos que fueron desplazados del Gobierno. Pareciera que aún no aprenden de sus errores, perversiones y dilaciones que explican su derrota.
Por otro lado, es incuestionable la necesidad de que los sectores de izquierda avancen en constituir referentes capaces de promover debate público, alternativa política, así como comprometer compromiso, acción y militancia en tantos chilenos y jóvenes huérfanos de toda opción. Se necesita un remezón serio en las ideas, conciencias y actitudes, de tal forma que también en la política el terremoto brinde una buena oportunidad para derrumbar las arcaicas agrupaciones en beneficio de la frescura y renovación por la cuales se manifestó abrumadoramente el pueblo en los últimos comicios.