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Año XVI, 29 de marzo de 2024


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Confesiones de Mirella Latorre

En incontables ocasiones, con la modestia y calidez que la caracterizaban, prefirió no dar entrevistas a los periodistas que se las pedían. Hubo una excepción notable. Cuando Mirella Latorre Blanco –la mujer de la cultura y las comunicaciones que marcó una época y un estilo en Chile y en Cuba, que acaba de fallecer a los 91 años- accedió a conversar con la reportera Heidy González Cabrera, de la revista cubana “Bohemia”.

Hugo Guzmán Rambaldi

  Viernes 11 de junio 2010 19:41 hrs. 
Radio-Uchile

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En incontables ocasiones, con la modestia y calidez que la caracterizaban, prefirió no dar entrevistas a los periodistas que se las pedían. Hubo una excepción notable. Cuando Mirella Latorre Blanco –la mujer de la cultura y las comunicaciones que marcó una época y un estilo en Chile y en Cuba, que acaba de fallecer a los 91 años- accedió a conversar con la reportera Heidy González Cabrera, de la revista cubana “Bohemia”. La periodista llegó junto al fotógrafo Luis González Araujo, al austero  y armonioso departamento de Mirella en el barrio de El Vedado, en La Habana, y encontró a una mujer elegante y fina –en el sentido más pulcro y exacto de ambas palabras-, sonriente y sincera, con el pelo corto –decisión tomada para sortear el calor caribeño- y con un hermoso vestido típico de la isla, lleno de estampados con figuras que recordaban el arte de pueblos originarios.

Heidy González escribió que “Latinoamérica palpita en cada rincón de un lindo departamento situado en el piso 16 de un céntrico edificio”. Ese fue refugio de Mirella junto a su pequeña perrita, donde era infaltable el aroma a café, la música de excelencia, los libros divinos, y la brisa que cruzaba cada rincón traspasando las persianas de madera. Allí llegaron muchísimos chilenos y sobre todo amigas y amigos. Tenía de vecino a “Guerrita”, un periodista amigo de colegas chilenos y cuando salía a la calle recibía el saludo sobre todo “de las compañeras” en las bulliciosas y ajetreadas calles habaneras. Varias veces aguantó estoica el corte de luz y subir los 16 pisos y se adaptó con sencillez inmaculada a las condiciones austeras de un país modesto. Y es que para ella, muchas veces lo dijo, lo esencial, lo gravitante, era la humanidad de Cuba, la alegría, el cariño y la voluntad de cubanas y cubanos.

En la entrevista a “Bohemia”, Mirella Latorre decidió contar y decir cosas que no volvió a contar y a decir. Al menos de manera tan precisa y elocuente. De paso, dio la mirada de una mujer, compañera, sobre lo que aconteció el 11 de septiembre de 1973, y que la retrató más allá de haber sido una proverbial profesional en radionovelas, conducción radial y televisiva y actriz.

En la entrevista habló de Augusto Olivares Becerra, “El Perro”, su segundo marido, periodista, amigo íntimo de Salvador Allende, que murió el 11 en La Moneda. “En 1962 me casé con Augusto Olivares. Lo conocía desde mucho antes y siempre lo admiré profundamente. En general, todo el que lo conocía, le apreciaba. Llegué a apoyarme en mi marido de una manera increíble. Fueron once años de amor y comprensión sin límites”. “¿Sabes?”, le dijo a Heidy, “la vida da muchas vueltas, nuestra luna de miel la pasamos en Cuba. Incluso esperamos un 26 de julio (fecha de inicio de la gesta revolucionaria en la isla) en Cuba”.

Mirella cuenta en ese relato que Augusto era un “autodidacta de clara inteligencia” y de enorme capacidad de trabajo que lo llevó a desempeñar varias responsabilidades durante el gobierno allendista. “A pesar de su trabajo –dijo Mirella- siempre me llamaba varias veces al día…Por las noches llegaba, comíamos y después nos sentábamos a conversar largo rato”. Y agregó: “Ahora me doy cuenta, supo prepararme para la soledad que vendría más tarde, pues ese año 1973, nos veíamos a ratos”.


La isla

Mirella Latorre había llegado a La Habana invitada al Congreso de la Unión de Periodistas de Cuba (UEPC), cuyo secretario general, Ernesto Vera, había conocido y compartido con Augusto. Vera y su esposa Josefina (Fifi), se convirtieron pronto no sólo en anfitriones sino en leales amigos de Mirella. En esa ocasión se le otorgó de manera póstuma la Medalla Félix Elmuza a Olivares, la mayor distinción que entregan a los periodistas en Cuba.

En “Bohemia”, Mirella narró que estando en París, a donde había llegado iniciando su exilio y donde vivía su hijo Emilio, recibió la invitación de los cubanos que decía: “A la compañera Mirella Latorre. La invitamos por un día, por un mes, por toda la vida”. Y cuando arribó a La Habana, iba en auto y vio en varios carteles el rostro sonriente de Augusto, considerado en Cuba un héroe, un portador de la dignidad y la entereza, un leal compañero de Salvador Allende. “Súbitamente –confesó Mirella en la entrevista- comprendí que éste (Cuba) era el único lugar donde él no estaba muerto. Ahí se definió mi destino: escribí a mi hijo que me quedaba a vivir en Cuba”.

Allende y el 11

En el relato a la revista cubana, Mirella Latorre habló un poquito de Salvador Allende. “Tuve la oportunidad de convivir con nuestro Presidente. Los fines de semana se refugiaba en una casa de las afueras (El Cañaveral), llevaba a algunos ministros y generalmente a Augusto. Allí trabajaban con mayor calma. Como era un hombre muy consciente, sabía que eso entrañaba separarnos los domingos, entonces nos mandaba a buscar a los dos”.

Hay que decir que Mirella desarrolló sobre todo un cercano vínculo con Beatriz “Tati” Allende, hija del Presidente, con quien compartió momentos y viajes durante el gobierno del Mandatario y también en La Habana.

En un hilo cotidiano y dramático, Mirella narra lo que ocurrió en torno del 11. “La última vez que vi a Augusto fue el 10 de septiembre. Hacía tres noches que se quedaba en la casa de Allende. Ese día cenó conmigo. Me tranquilizó. A las siete de la mañana del día siguiente llamó por teléfono y me explicó que estaba en La Moneda y lo crítico de la situación. Para terminar con un clásico dicharacho cubano, sentenció: ‘llegó la hora de los mameyes’. Nos despedimos y colgó”.

Una de las mejores amigas de Mirella era Marcela Otero –se podría añadir a Patricia, María Teresa, Paloma, Mireya, entre otras- y cuenta que “como a las cinco de la tarde (del 11) no pude más. Llamé a mi amiga Marcela y le supliqué que viniera. Sin más le plantee: Marcela, si Augusto no me ha llamado es porque está muerto. Entonces ella, que lo sabía todo, me miró y respondió que sí”.

Continúa Mirella: “La secretaría de Augusto me contó en detalle. Lo habían telefoneado (desde el Canal 7 del cual él era director) cuatro veces para avisarle que su auto esperaba. Insistieron en que saliera, pero se negó. Argumentó que estaba en el lugar que le correspondía. No me sorprendió su decisión de inmolarse junto al Presidente. Actuó en correspondencia con sus principios y a la firmeza de su carácter”.

La destacada profesional, ya en esos tiempos ampliamente conocida sobre todo por sus maneras respetuosas, sus formas amables, su carácter afable que conquistó a miles de radioyentes y teleespectadores –sobre todo público femenino y popular-, fue una más de las víctimas de la represión, incluso sabiendo los militares que su marido estaba muerto. “Comenzaron los allanamientos de mi casa. En uno de ellos yo estaba en la calle. Cuando llegué vi la cuadra cerrada por soldados armados que apuntaban hacia las casas de mis vecinos para evitar que se asomaran. Al identificarme, me ordenaron parquear (estacionar) el auto y seguir a pié. La casa estaba llena de militares muy jóvenes –cuenta Mirella-, y sentado en el suelo, al pié del escritorio de Augusto, un oficial examinaba libros y documentos. Yo no había quemado o escondido ni el más simple papel. Todo estaba como él (Augusto) lo dejó. Pregunté qué buscaban y con expresión de victoria me mostró materiales políticos. Le contesté simplemente, ‘¿qué usted esperaba encontrar en la casa de Augusto Olivares? ¿Novelas de Corín Tellado? No respondió”.

Un par de años después, Mirella le contó a unos cercanos que un director de televisión y unos funcionarios del Canal 7 la llamaron para preguntarle “¿Mirellita, cuándo empezamos a grabar los programas?”, como si nada hubiera ocurrido. Ella lo rechazó sin vacilar. Y en la entrevista aseveró: “Jamás me sometería a Pinochet”.

En “Bohemia” hizo referencia a una verdad y una situación que perdura hasta la fecha de su fallecimiento. El cariño y recuerdo de amas de casa, pobladoras, trabajadores, jóvenes, profesionales, de la gente. “En medio de esas tensiones, el afecto del pueblo por su artista de tantos años, nunca faltó. Sentí el interés de muchos de ayudarme. Se vivía un ambiente de terror”.

Familia

En la conversación con Heidy González, Mirella hizo referencia a su familia –aparte de Augusto-. Contó que su madre fue una maestra y recordó que su padre, Mariano Latorre, fue Premio Nacional de Literatura. “Me crié en un ambiente de tendencia humanística, intelectual, amantes del teatro y de la música. El resultado fue una estupenda base cultural”. Quien la conoció, lo comprobó. Mirella era de una profunda y amplia cultura, conocía bien el francés y el inglés, fue una empedernida lectora, gustaba del cine. En la entrevista reveló que “fui de esas niñitas insoportables que desde los seis años bailan, recitan y cantan para todas las visitas”.

Mirella Latorre estuvo casada varias años con el periodista Juan Emilio Pacull, un maestro de periodistas, fundador del Círculo de Periodistas que hoy lleva su nombre. Con él tuvo sus dos hijos. Virginia Teresa Pacull Latorre, quien estudió y ejerció psicología, y que durante varios años se fue también a Cuba donde trabajó en el Hospital William Soler. Mirella, ya enferma, no supo que hace pocos años, la Gini falleció en Canadá, víctima de cáncer. Gini tuvo una hija, María Antonia, que llegó pequeña a La Habana junto a su madre y su abuela, quien la adoraba. Creció como una muchacha cubana, también estudió psicología y actualmente reside en Canadá. Juan Emilio Pacull Latorre es el otro hijo de Mirella, un cineasta que se formó y desarrolló en Francia, autor de varios filmes, uno de ellos dedicado a Augusto Olivares y la odisea de La Moneda.

Pero Mirella Latorre tuvo también familia en torno de su profesión, de la radio, la televisión, la actuación, donde cultivó profundas amistades. Otro grupo que se le convirtió en familia fueron los amigos de Augusto, que pasaron a ser también sus entrañables amigos: Mario Díaz, “El Chico Díaz”, Carlos “Negro” Jorquera, Manuel Cabieses, Alejandro Pérez, Hernán Uribe, entre otros.

Seguramente una virtud personal y profesional de Mirella Latorre fue traspasar y mantener su calidez, su dulzura, su tono, su sonrisa, su finura, su sencillez, tanto en la intimidad como frente a las cámaras. En los ya míticos programas televisivos que condujo en la televisión chilena y cubana, abordando diversidad de temas con incontables invitados, Mirella desplegaba inteligencia, sabiduría, modestia, precisión, serenidad, contundencia. Una mezcla difícil de lograr, menos si se asume la conducción periodística con voces estridentes, de sonoridad histérica y rictus arrogantes pretendiendo deshacer al entrevistado. Mirella hacía al entrevistado, lo perfilaba, lo desnudaba, y la gente podía comprender de qué se trataba.

Evocando la entrevista en “Bohemia” vienen a la cabeza su decidida oposición al pinochetismo y la dictadura, su lealtad de ideario, su humanidad, su amor por Augusto, su cariño y solidaridad por Cuba, su entereza, su capacidad de adaptabilidad, su sencillez.

Fue la “tía Mirella” de varias de las hijas e hijos de sus amigos más entrañables y a ellos dedicó infinitos instantes de apapacho, cariño, consejo, cercanía. Pudo incluso disfrutar de los nietos y nietas de sus cercanos.

Queda su integralidad, su temple, su calidez, su sencillez, su profesionalismo, su sentido del humor, en la retina de tantas y de tantos; queda su timbre de voz y su palabra culta en los oídos de muchas y de muchos; y su figura espigada y elegante, en los ojos de muchísima gente que la recordará llegando a su casa en calle Gerona, saliendo de los estudios de Canal 13 en calle Lira o de Canal 7 en Bellavista, llegando al edificio de la Televisión Cubana en Calle 23 y su hogar en esa torre de microbrigada que la albergó en Cuba.

Quizá el homenaje más lindo para ella, es que en estos días de duelo por su partida, mujeres y hombres modestos, gente del pueblo, en Chile y en Cuba, la lloren porque no la olvidaron jamás.

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