Los personajes que acompañan a Mafalda – la niña-conciencia del planeta desde nuestra Latinoamérica sesentista – representan de manera cariñosa y tolerante una gama sociológica muy interesante. Manolito y su lógica comercial van de la mano de una Susanita conservadora y prejuiciosa, mientras Felipe ejercita su imaginación desatada, Libertad hace honor a su nombre (y a su pequeña y metafórica estatura), y el Guille, pragmático y elemental, enuncia sus demandas infantiles. Los padres de Mafalda, importantes como referencia a la época, son descritos por su creador Quino con menos nitidez en sus preferencias y valores. Pero hay uno de los amigos – que asoma más tarde al grupo – que creo necesario rescatar hoy como aquel que trasciende a su época y se instala con pachorra en este ya avanzado Siglo XXI: Miguelito.
A diferencia de Felipe – que actúa siempre pendiente de los demás y por ello vive sus fantasías de manera más bien íntima – Miguelito vive como si el mundo girase en torno a él. Aunque ha sido descrito como ególatra, es más bien inocente y cándido en sus acciones. Lo refleja bien aquella historia en la cual él juega a adivinar el color del siguiente auto que pasará por su calle; Miguelito piensa blanco y el coche que pasa resulta negro: “Cómo puede un auto equivocarse tanto”, dice. Me volvió a la memoria este personaje aparentemente tan secundario en la popular tira argentina cuando vi recientemente una película llamada Adam, como su protagonista, quien es un muchacho que sufre el síndrome de Asperger y se relaciona con una chica de su edificio. Él describe su mal con candidez, poniendo de manifiesto que tiene dificultades en la interacción social, usualmente tomando las cosas en sentido demasiado literal, mostrando incapacidad de sentir y exteriorizar simpatía por los sentimientos de sus semejantes y presentando comportamientos repetitivos de tipo obsesivo. Su personalidad es retratada por el director en la escena en que ella llega a verlo, triste y llorosa, y le pregunta a Adam si la abrazaría. “Sí”, contesta él sin hacer movimiento alguno. “Abrázame, tonto”, le debe decir la chica.
Si usted mira a su alrededor notará que los avances tecnológicos han ido profundizando actitudes que parecen afines al tipo de comportamiento recién descrito. Desde el inocente “personal-stereo” de los ochenta hasta los MP3, los teléfonos celulares y el i-pod, pasando por el computador personal, son todos aparatos que permiten e inducen actividades individuales aunque puedan también permitir interacción relativamente intensa, como twitter. Todos ellos efectivamente instalan al individuo en el centro – al menos en un centro virtual – del mundo. Desde este punto de vista, la nueva generación es más autista – no necesariamente ególatra – que las anteriores. Y una vez más, el arte se adelanta y describe el nuevo mundo en el personaje de Quino creado hace cuarenta años. Pero también el arte captura las nuevas tendencias en el guión de una serie de TV que hace las delicias de los jóvenes (y de muchos que ya no lo somos) de hoy. En Big-Bang Theory los personajes centrales son jóvenes investigadores en física, ingeniería y astronomía. Y la figura principal es el literalmente genial Sheldon, quien muestra todas las características del síndrome de Asperger, insoportable en su aparente pedantería e incapacidad emocional, pero querible en su enorme dependencia del resto. Su personalidad – bien resumida cuando le resulta imposible encontrar un sitio distinto de aquel que ha elegido para sentarse – es la que sostiene la serie.
Creo que la irrupción masiva de este tipo de comportamiento ha contribuido a la llegada de la serie aún en círculos lejanos a la ciencia, la tecnología y las matemáticas. Es la sensibilidad de los guionistas al comportamiento y las actitudes dominantes lo que sustenta su éxito, tal como antes lo hicieran MASH, Lazos Familiares o Friends en la pantalla chica internacional. Lo que ocurre con los chicos de hoy no es bueno ni malo, simplemente es. Y la búsqueda del Bello Sino requiere que lo entendamos.