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La voz de los vencidos

Columna de opinión por Vivian Lavín A.
Lunes 16 de enero 2012 11:38 hrs.


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Para quien haya visitado el Museo de la Memoria y de los DDHH sabe bien que de allí se sale con el alma apretada como un puño enrabiado. En sus miles de metros cuadrados se cuenta esa historia que aún duele de tan sólo recordarla y que tiene principio y fin: a partir de un 11 de septiembre de 1973 hasta un 10 de marzo de 1990.

Sale el alma como un puño enrabiado pero arropado en la esperanza y el orgullo de un pueblo que ha sido honesto consigo mismo y se ha puesto de pie después de haber permanecido tantos años arrodillado.

Para quien haya visitado el Museo de la Memoria y de los DDHH sabe bien que es una de las instituciones culturales más valientes y purgatorias de nuestra vida republicana. Allí la historia la cuentan los vencidos.  De manera muda en la mayoría de casos, porque son sólo rostros o nombres de víctimas; mínima e infantil en otras, como se relata a través de pequeños objetos creados en la precariedad de la reclusión, y en muchas más, mediante un testimonio estridente y lacerante, como videos y voces que cuentan lo que vivieron. Allí están nuestras “troyanas”, llorando a sus muertos y compartiéndonos el temor del destino de sus hijos en manos de los vencedores.

¿Cómo un Museo puede llevarnos a una experiencia vital tan dramática? Lo interesante es que no se trata de una “puesta en escena” a partir de un tema como la memoria y los DDHH, sino que su fondo está compuesto por un material que fue declarado “Memoria del Mundo” por la UNESCO y que reúne los archivos agrupados en la denominada “Casa de la Memoria” – corporación integrada por la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC), la Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo (CODEPU), la Fundación de Protección a la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia (PIDEE) y Teleanálisis.

No se trata de un paseo grato, claro, es un verdadero peregrinaje por el infierno, nuestro propio infierno colectivo y que a diferencia de su símil bíblico, no es una estación terminal y eterna, sino que  cuenta con una enorme puerta de salida llamada “ciudadanía”. Puesto que quienes visitan este Museo son esos chilenos que se están haciendo cargo de ese pasado y a partir de él, construyendo un nuevo Chile honesto consigo mismo, cansado de esconder sus miserias y consciente de que esa memoria allí atesorada es la que permite recordar y comprometerse para que nunca más vuelva a suceder algo así.

Son los estudiantes los que más visitan el Museo de la Memoria y los DDHH. Buses repletos de adolescentes que llegan en el ánimo festivo y febril que implica el paseo de curso, pero que se torna luego en una revelación que los obliga a salir más  tranquilos, templados por la conciencia y el dolor ajeno, haciéndose cargo de un Chile que heredaron y que no quieren volver a repetir. Sus padres, casi no han ido, en su mayoría pertenecen a esas generaciones de chilenos que hoy “tiene rascarse con sus propias uñas” en la enorme nave política y económica montada en la post dictadura llamada” Sálvese quien pueda”.

El Museo cuenta con una instalación del gran artista chileno Alfredo Jaar que permite dialogar de manera transversal por otros temas valóricos y esenciales y, en sus ocho mil metros cuadrados de plaza dura ha sabido construir un espacio cultural en el que se dan citas bandas y compañías de teatro que sin temor reconocen en ese pasado muchas de sus insatisfacciones actuales.

El mayor drama sin embargo, no está dentro del Museo de la Memoria y los DDHH, sino que acá afuera, donde la intolerancia hiede, el pluralismo y la diversidad escasean, donde los vencedores siguen empeñados en imponer su relato histórico aún a fuerza de cambiarlo de los textos escolares…acá afuera, donde el asolador calor estival nos recuerda que el precario equilibrio logrado en estas décadas de convivencia democrática peligra cuando nos maltratamos con un estilo de vida enloquecido por el tener que promete llevarnos al infierno en módicas cuotas.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.