Estamos malamente acostumbrados a los eufemismos. A los despidos les decimos “desvinculaciones”, a los hoyos en las calles “eventos”, la mentira es una “falta a la verdad”, a la corrupción la denominamos como “eventuales irregularidades”, el robo, dependiendo de quién lo cometa, muchas veces es un “delito económico” y las triquiñuelas para no pagar impuestos se llaman “elusión”. La lista es larguísima y hay algunos que dan risa, como calificar a alguien de “amoroso” para no decir que es feo, o eso del “tránsito lento” para no confesar la estitiquez.
Hay quienes atribuyen el no decir las cosas por su nombre a una enfermiza hipocresía característica de nuestra sociedad o derechamente a cobardía. Pero el problema se agrava cuando esta costumbre permea las decisiones políticas y busca influir en la memoria colectiva.
Durante cuarenta años se ha intentado por todos los medios inculcar los términos: pronunciamiento militar, régimen militar y excesos, para referirse al golpe de Estado, la dictadura y las torturas. En este caso no es solamente una muestra de cinismo, es intentar, a través del lenguaje, cambiar la Historia, intervenir en la memoria colectiva.
Y es que, usted lo sabe, el lenguaje es muy importante porque crea realidad. Ya lo decían los teóricos: sólo existe para nosotros lo que podemos nombrar.
De ahí el escándalo cuando se quiso cambiar la palabra dictadura por régimen militar en los textos escolares. Pero también debiera causarnos, al menos, escozor cuando a las poblaciones callampas construidas después del terremoto se les dice “aldeas”, a las mediaguas “viviendas de emergencia”, y a las violaciones cometidas por los curas se las califica de “abusos deshonestos”, como si existieran los “abusos honestos”…
Lo grave ocurre también cuando la discusión política se basa, precisamente, en intentar, por medio de las palabras, manipular la realidad. Es así como tenemos a la derecha discutiendo si la reforma tributaria debiera subir o bajar los impuestos a los más ricos, porque la palabra “reforma” no determina si es para arriba o para abajo. Se escudan en que si, finalmente, y luego de todas las demandas de la ciudadanía, terminan bajando los impuestos a las empresas, nadie puede reclamar porque hicieron una reforma igual.
Lo mismo sucede con el sistema electoral. Creo que el binominal es una de las mayores muestras de nuestra perversión eufemística: “No tuvo los votos suficientes, pero resultó parlamentario igual”. Y resulta que cuando su reforma se pone sobre el tapete comienzan a surgir ideas gatopardistas de cambiémoslo pero no tanto, para que siga igual. O sea, de nuevo nadie se puede quejar porque de que hubo reforma, hubo.
Asimismo, cuando el Presidente manda a los partidos a ponerse de acuerdo antes de enviar los proyectos de ley sobre los que ha consultado a todos los ex Mandatarios vivos, lo que quiere decir realmente es que no tiene ninguna voluntad de hacerlo, o que vio que no le iba a resultar y prefirió recular o, simplemente, que las invitaciones a La Moneda fueron sólo para la foto.
Y qué decir del uso de las palabras cuando las autoridades se refieren a los mapuches. “Terrorista” es una de las que más se repite. Tanto se ha dicho, hace tantos años, que están logrando vincular el terrorismo al pueblo mapuche.
Tenemos también un proyecto de ley en contra de la discriminación impugnado ante el Tribunal Constitucional porque les otorgaría cierta igualdad y protección a los homosexuales. En otras palabras, lo que al diputado Gonzalo Arenas le molesta es que la ley contra la discriminación le prohíbe discriminar. Pero obviamente no lo dice.
Las palabras son fundamentales en nuestra vida. A veces basta sólo una, por ejemplo confidenciada a alguien y repetida por otro, para darnos cuenta de una traición. Y en lo que va de este Gobierno han tenido un rol mucho más protagónico. No me refiero sólo a la dislexia presidencial con el “marepoto”, el “tusunami”, el “zafrana”, y tantas otras, sino a la importancia que han adquirido palabras que antes estaban vedadas en los espacios públicos. “Vale callampa”, “sueldo reguleque”, maricón y últimamente “puterío”, han estado en las portadas de los diarios, algo impensable hace pocos años, cuando más de algún editor eufemístico no hubiera trepidado en cambiarla por “casa de remolienda”. Que ahora las digamos es, quizás, un avance.