“NO”: El pasado ficcionado

La cuarta película de Pablo Larraín “NO” es un film de ficción, no es un documental. Ahora, es un film de ficción, que no sólo se basa en uno de los momentos histórico, político, cultural más relevantes de la historia del Chile contemporáneo, sino que utiliza –a lo largo de su metraje- una cantidad importante de material de archivo que se mezcla con la ficción creada para la película. De allí su potencia y su peligro.

La cuarta película de Pablo Larraín “NO” es un film de ficción, no es un documental. Ahora, es un film de ficción, que no sólo se basa en uno de los momentos histórico, político, cultural más relevantes de la historia del Chile contemporáneo, sino que utiliza –a lo largo de su metraje- una cantidad importante de material de archivo que se mezcla con la ficción creada para la película. De allí su potencia y su peligro.

Como construcción fílmica tiene varios meritos.  El estupendo guión de Pedro Peirano (co creador de “31 Minutos”, “La Nana”, y “Gatos Viejos”) arma una historia de ficción verosímil en medio de un momento fundamental de la historia de Chile: el plebiscito de 1988, que permitiría el fin de la dictadura de Pinochet desde las urnas. René Saavedra (Gael García Bernal) es un mexicano hijo de exiliados chilenos que trabaja en una importante empresa de publicidad, y que es contactado por un amigo de su familia y articulador de la Concertación,  José Tomas Urrutia (Luis Gneco) que le solicita que se involucre en la campaña del “No”. Saavedra acepta con cierta distancia para luego transformarse en el cerebro principal de la franja. Es desde su mirada que la narración se construye para ir dando cuenta de los desafíos y dificultades que tuvo el desarrollo de esa mítica campaña. Su aproximación es desde el quehacer publicitario, más que desde la conciencia política. De allí su mirada ajena a los intereses de los partidos y su indiferencia de toda la lucha social de resistencia a la dictadura.

Cinematográficamente esta historia se cuenta con habilidad, utilizando para la película cámaras con la misma tecnología de las que se usaban a finales de los ochenta, de manera que el material de archivo se incorpora naturalmente en lo visual, con aquel filmado para la película. Aquí vale la pena mencionar el gran trabajo de la reconocida montajista Andrea Chignoli que de manera muy elegante va mezclando imágenes ficticias e históricas, incluso cuando en esas imágenes aparecen las mismas personas, filmadas con más de dos décadas de diferencia.  Se ha dicho que esta es la mejor cinta de Pablo Larraín. Probablemente sea la más equilibrada y la más amable de ver, ya que mediante un muy buen nivel en las actuaciones –nada menor considerando lo numeroso del elenco- y una puesta en escena muy cuidada, pero que se siente muy natural, envuelve al espectador y lo mantiene entretenido a lo largo de toda la película.

Ahora también es cierto que, una vez más, Larraín escoge un tema que es naturalmente atrayente para un grupo importante de la audiencia. En este caso además, permite acercarse a un material que está lleno significados y emociones, que nos retrotraen a un momento de esperanza y de lucha. Y allí es donde está el mayor atractivo, y a mi parecer, también está el peligro de la película.

Como buena ficción basada en un hecho histórico podría confundir a muchos espectadores respecto a la realidad de lo que allí se cuenta. Lo que la ficción de “No” propone, básicamente, es que fue la publicidad la que acabó con la dictadura, que el gobierno de Pinochet estaba seguro de su continuidad hasta la aparición de este grupo de publicistas y que el pueblo chileno fue seducido por la alegría y el arcoíris expuestos en esos 15 minutos diarios de televisión para votar contra el dictador. Esa mirada ignora la lucha de todos aquellos que resistieron la dictadura desde distintas trincheras, menosprecia la inteligencia y la conciencia del chileno medio y sobre todo, es falsa. La franja del No articuló hábilmente el sentimiento de millones de chilenos, pero fue creada sobre la base de ese sentimiento, y no al revés como se plantea acá.

La posibilidad de que un filme nos haga volver sobre el pasado, nos obligue a mirarlo y a cuestionarlo es siempre un ejercicio sano y que –sobre todo en este país desmemoriado- se agradece, que nos obligue a preguntarnos cómo llegamos desde ese momento al que habitamos hoy es necesario, que la gente discuta con y a partir de la película es parte de lo que el cine debería hacer y en ese sentido “No” es un aporte.  Más allá de que ninguna película es inocente de su propio discurso, y de la responsabilidad y los intereses de los creadores respecto a las narraciones que elaboran, el cine sobre el pasado nos permite preguntarnos porque creemos lo que creemos, y nos obliga a mirarnos al espejo, eso es siempre meritorio.





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