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Los miserables

Columna de opinión por Antonia García C.
Miércoles 19 de diciembre 2012 8:59 hrs.


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Aunque la expresión le cabe a unos cuantos, aunque gustosamente se la aplicaría yo a esos cuantos, no se trata acá de una metáfora para comentar tal o cual aspecto de nuestra historia o de nuestra política, o de nuestra historia política. Se trata de Víctor Hugo y de su libro: Los Miserables. En parte.

Quizás no era necesario recurrir a esta obra para abordar los temas que se quiere evocar. Quizás se podía haber elegido otro libro, más cercano a nosotros, más “como nosotros”. Sin embargo, revisando a vuelo de pájaro un mapa imaginario de relatos posibles, volví a caer sobre éste, probablemente porque, por su relativa lejanía, nos permite examinar estos temas de manera casi apaciguada. Los temas son: el crimen, la justicia y su relación con la literatura.

Lo que sigue no es el resumen de un libro sino la síntesis de una lectura. La precisión es necesaria porque en esa obra, Los Miserables, no hay una trama sino muchas. No se aborda un tema sino una pluralidad de temas que cualquier lector puede elaborar y reelaborar, desplegar o acotar a su antojo y prácticamente al infinito. Hoy, a esta hora, lo haría de la manera siguiente. Poniéndome en los zapatos del personaje de Marius, el estudiante, me acercaría a la pared y, por un agujero, observaría lo que ocurre en la pieza contigua.

Del otro lado, lo que ocurre es un crimen. Eso es lo que se narra en “Los Miserables”: un crimen. Pero ¿qué crimen? El de Jean Valjean, por supuesto. Pero no el crimen que cometió siendo un muchacho (el robo de un pan destinado a los niños, sus sobrinos). Sino el crimen cometido en su contra: el crimen que constituyó su castigo. Así lo escribe Victor Hugo poniéndose en lugar de su protagonista (Libro segundo, capítulo VII):

“Empezó por juzgarse a sí mismo. Reconoció que no era un inocente injustamente castigado. Confesó que había cometido una acción extrema y condenable (…). Después se preguntó si sólo él se había equivocado en su fatal historia. Si no era algo grave que él, siendo trabajador, careciera de trabajo, que él, siendo laborioso, careciera de pan. Si luego, una vez la falta cometida y confesada, el castigo no había sido feroz y exagerado. Si no había más abuso de la ley en la pena que abuso del culpable en la falta. (…) Si esa pena, complicada por las agravaciones sucesivas de los intentos de fuga, no terminaba siendo una suerte de atentado del más fuerte contra el más débil, un crimen de la sociedad contra el individuo, un crimen que volvía a empezar todos los días, un crimen que duraba diecinueve años”.

Ese crimen, examinado desde la perspectiva de Jean Valjean, tiene varias facetas. Es, previo a la condena, el crimen del hambre y la falta de trabajo. Es, tras la condena, la paradoja del “trabajo forzado”, la prolongación abusiva de la pena. Luego, más adelante en el relato, el estigma y la persecución que encarna el inspector Javert.

Desde esta perspectiva, hay más de una escena insoportable en el libro. Quién no recuerda a ese hombre golpeando todas las puertas y expulsado de todos los sitios. Cuando está por echarse a morir, una voz femenina le dice que está equivocado, que no ha golpeado a todas las puertas, que falta una. Y esa puerta se abre.

Así, el libro es una sucesión de crímenes sin justicia, de crímenes que jamás alcanzan la escena judicial stricto sensu porque no son considerados como crímenes. Son todos aquellos que Victor Hugo enumera en las primeras líneas de su libro, suerte de breve prólogo que tiene como fecha el 1ero de enero de 1862. Y son, también, la bola de nieve que va a parar al pecho de Fantine, la bala que alcanza a Éponine y la soledad del niño Gavroche.

A lo largo de su relato, Victor Hugo va recorriendo los diferentes sentidos de la palabra “miserables”. Pero hay uno que predomina. El que comprende la miseria moral. La podredumbre. La bajeza. Incluyendo la traición, no tanto en términos públicos, políticos, sino la traición de un ser humano hacia otro ser humano que encarna lo que uno más ha querido. Es el caso de Cosette, descubriendo que su padre –Jean Valjean– es un antiguo condenado a trabajos forzados… y dándole la espalda.

Es algo llamativo. Jean Valjean no es nunca Jean Valjean en este libro… En primer lugar, porque Valjean no es un apellido sino más bien un apodo. Jean es simplemente Jean. “Jean, voilà Jean” según el decir popular: Juan, ahí viene Juan. De ese “voilà” y su contracción “v’là” nace el Val de Valjean. En segundo lugar, porque una vez liberado, el personaje se esconde bajo nombres falsos. Para los otros –exceptuando el policía que lo persigue– Jean Valjean no existe, sólo existen los personajes que va creando para ocultar su “verdadera” identidad. Esa identidad compleja y fragmentada de Jean Valjean sólo nosotros, lectores, podemos conocerla. Es nuestro privilegio. Ese hombre sólo existe como tal, y en su total inocencia, para nosotros. Esto es así, porque previo a nosotros, alguien se apiadó. Alguien le abrió la puerta. Dejó que ese condenado entrara en su casa. Le dio abrigo. No me refiero al obispo sino a Victor Hugo en persona.

El año pasado visité la casa del escritor. Me acompañó una niñita. Se puso contenta cuando le anuncié que íbamos a casa de Victor Hugo. Aunque era pequeña, había oído hablar de él. Me preguntó si estaría también Jean Valjean. Le respondí que no, que Jean Valjean era el personaje y Víctor Hugo el autor del “cuento”. No se dio por vencida y quiso saber si Jean Valjean había existido alguna vez. Todavía estoy buscando la respuesta, pero ese día dije que sí, que seguramente había existido, aunque a lo mejor con otro nombre. Hicimos el recorrido por las distintas habitaciones hasta que llegamos a la última. Una vez ahí, lo único que cabe es desandar el camino. Volver a hacer la visita en sentido inversa hasta encontrar la entrada que es la salida, y viceversa. Había en esa última habitación unos muebles oscuros y un pupitre alto. El guía que acompañaba un grupo de visitantes explicaba, mostrando el pupitre, que “efectivamente, Victor Hugo escribía de pie”.

Me gustó el “efectivamente”. Es que eso es algo que sabemos todos. Que las causas verdaderamente importantes se defienden de pie. Y me resultó emotivo que hubiera hombres que escribieran libros así como otros presentan un alegato frente a un juez. Se me vinieron a la memoria otros nombres, otros hombres, mucho más cercanos a nosotros. Rodolfo, a quien mencionábamos hace poco. Rodolfo Walsh, “Operación Masacre” y las figuras de Livraga o Carranza. ¿Alguien se acordaría de ellos, sin el relato de Walsh? Más precisamente, ¿alguien sabría algo de ellos? También me acordé de Tucho Valenzuela, un hombre del siglo pasado que, al igual que Jean Valjean, reconoció alguna vez su “culpabilidad” y recibió el más abusivo de los castigos –en este caso, por parte de sus compañeros. ¿Quién responderá por eso?

Podría dar otros ejemplos, otros nombres. Volver al Canto General, nombrar su labrador, su tejedor, nuestro pastor, nuestro albañil. O nuestro obrero de la pampa salitrera.

Más allá de estos ejemplos, sin duda no es función de la literatura buscar consuelo. Tampoco es función de la literatura substituirse a la instancia judicial. Pero quizás sí sea tarea de la literatura acompañar las causas que los seres humanos tenemos pendientes con nosotros mismos. Literatura, en un sentido extenso, como palabra que se entrega solemnemente y a mano alzada. Literatura como poder y deber de develar infamias. Literatura como posibilidad de otorgar y recibir “una segunda oportunidad sobre la tierra”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.