Ya es hora que la política empiece a decantar en nuevas expresiones o referentes. Aunque manifiesta ciertos disensos internos, la autodenominada centro derecha mantiene todavía un mínimo común denominador en su irrestricta adhesión al sistema institucional impuesto por la Constitución de 1980, como a un modelo económico neoliberal con la más mínima intervención del Estado. Le acomoda, en este sentido, que el acceso al Gobierno, como al Parlamento limite la alternancia y la participación tan sólo de las dos primeras mayorías.
En la práctica, entonces, los partidos políticos están constantemente inclinados a vivir en el conciliábulo cupular, cuanto en la negociación de pactos electorales que les deja muy poco espacio para el proselitismo ideológico, escuchar las demandas ciudadanas y a convenir cambios sustantivos en beneficio del país. Por otro lado, el innegable crecimiento económico ha venido pronunciado las desigualdades en la población, generado mayor concentración económica y multiplicado sideralmente las utilidades de las grandes empresas y entidades financieras que, para colmo, pertenecen cada día más a consorcios extranjeros y transnacionales sin piedad alguna con nuestros recursos naturales y frágiles ecosistemas.
En más de dos décadas de posdictadura, lo cierto es que las concepciones ideológicas definidas al abrigo del régimen castrense vienen sumando adeptos, conformistas y derrotistas en las filas de las propias expresiones que lucharon contra el gobierno de Pinochet. Ello se comprueba en la forma en que sus cuatro gobiernos postergaron reformas políticas y socioeconómicas que curiosamente ahora el gobierno de Sebastián Piñera se ha visto forzado a implementar. Hay quienes con ironía, pero con mucha certeza, sindican a la actual administración como “el mejor gobierno de la Concertación”, así como en su momento se decía que la gestión de Ricardo Lagos se constituía en “el mejor gobierno de la derecha”.
Entre las filas de la Concertación, la verdad es que son voces muy aisladas las que se plantean partidarias de una Asamblea Constituyente o una nueva Carta Fundamental. Más bien el criterio que se impone es la posibilidad de hacerle algunos retoques más al ordenamiento institucional y a la Ley de Elecciones, buscando ampliar la democracia representativa, pero en ningún caso convertirla en un régimen de plena soberanía popular. De esta forma, es que las ideas esbozadas antaño por la Revolución en Libertad y la Unidad Popular, a lo más se traducen en expresiones retóricas en la celebración de algunas efemérides políticas, descubrimiento de estatuas o invocaciones en asambleas y otros eventos en el extranjero. Expresivo de este “reciclaje político” es la forma en que durante estos últimos años la propiedad de nuestros yacimientos sigue extranjerizándose, al tiempo que la salud, la educación, la previsión social son hoy el mercado más tentador para la usura de ciertos inversionistas. Como queda tan de manifiesto en el lucro descarado, e ilegal, de tantas universidades, así como en la colusión de las cadenas de farmacias y las sorprendentes utilidades de quienes administran nuestros fondos de pensiones.
Capítulo aparte y que compromete al conjunto de los últimos gobiernos ha sido la tolerancia fiscal para que ciertos “emprendedores” cometan despropósitos medioambientales y sanitarios tan dramáticos como los de las localidades de Freirina , el valle del Huasco y Til Til, por citar sólo algunos ejemplos de la criminal desregulación que no tiene más fundamento que los ingentes recursos que el mundo empresarial dispone para comprar el silencio o la complicidad de las autoridades. Incluso la de alcaldes y concejales en municipios en que la corrupción hiede como en las propias faenadoras de cerdos que han hecho insufrible la vida de varias localidades.
El explosivo descontento social que se extiende en Chile desde la Revolución Pingüina ha alcanzado logros puntuales gracias a sus constantes y cada vez más radicalizadas movilizaciones. Pero uno de los mayores éxitos ha sido el despertar de la conciencia colectiva y el convencimiento que muchos tienen en cuanto a que las expresiones del duopolio político se han ido paulatinamente mimetizando y derivando en un “más de lo mismo”. Ciertamente que el nuestro Congreso Nacional hay oficialistas y opositores pero, más allá de las bancadas que los separan, lo real es que sus votaciones de fondo no difieren mayormente y en algunos casos las coincidencias hasta resultan repugnantes. De otra forma no había prosperado la cuestionada Ley de Pesca y una reforma tributaria realmente decepcionante respecto de las expectativas sociales que despertó su tramitación. La oposición en los gobiernos de la Concertación, como en el actual, ha sido más impostada que real, más electoralista que efectiva. Esta situación se grafica patéticamente cuando las manos del conjunto de los legisladores se estrechan al cabo de acuerdos que después son ampliamente repudiados por el país. Como ocurrió, justamente, a pocos meses de la parafernalia en que oficialistas y opositores celebraron una reforma educacional que se hizo agua en las amplias demandas y la profundidad de la crisis de todo el sistema.
La abstención de más del 60 por ciento de los ciudadanos en la última elección municipal es demostrativa del desinterés en que muchos chilenos permanecen respecto de la política, pero incuestionablemente lo es, además, de la voluntad de muchos por asumirse en disidentes, más que en opositores, después de una transición interminable y, a esta altura, completamente frustrada. Chilenos y chilenas que descubren en su propia capacidad de convergencia y acción, y no ya en el sufragio, la posibilidad de provocar los cambios. Ciudadanos que desconfían de los partidos tradicionales y de la perpetuación o mínima rotación de una clase política que, en su conjunto, carece de imaginación y voluntad propia. Adicta al poder, más que a la misión de la política; a la necesidad de servirse con cargos y prebendas, más que ejercer el servicio público.
En el 2013 estamos convocados nuevamente a elegir un nuevo Parlamento. Los futuros diputados y senadores en su mayoría seguirán siendo los actuales, a pesar de las elecciones primarias que efectuarán los partidos sin correr riesgo alguno en su propósito de nombrar a dedo a sus postulantes y negociara puertas cerradas las cuotas de cada colectividad. Más recursos del erario nacional para una gran impostura, a fin de que los barones y las baronesas de la política, más unos cuantos advenedizos, se mantengan sin contratiempos en sus cargos o emigren de una cámara a otra. Sin más sorpresas, por cierto, que los que resulten elegidos en aquellos cargos que leguen o abandonen los que ya tienen una edad muy avanzada para seguir en estos avatares, cuando siempre hay una embajada o una consultaría para financiar una vida todavía más plácida. No puede dejar de sorprendernos, por esto, la ingenua o hipócrita actitud de algunas colectividades y candidatos que, después de tantos años de espera aseguran que es posible “cambiar las cosas “desde dentro, instalandose en esos cargos que el poder real del país le ofrece a sus buenos servidores y a uno que otro vociferante que cumple con la tarea de hacernos creer todavía que tenemos una verdadera institucionalidad democrática.
Mucho más probable es que en las elecciones presidenciales la ciudadanía pueda manifestarse más plenamente y con posibilidades de provocar un cambio real en la inercia política. Los grandes conglomerados hacen esfuerzos por no desintegrarse y salvar sus posiciones de poder ungiendo a postulantes en sueño, con un discurso lo más liviano posible y, por supuesto, sin programa o ideario alguno definido previamente. Cuentan para ello con el dinero, los medios de comunicación más poderosos y, desgraciadamente, la deteriorada formación cívica de la población. Pero pudiera ser que los disidentes de la rutina política que vivimos se resuelvan a jugar un papel más significativo en la primera o segunda vuelta presidencial. Al menos para hacerle pasar un buen susto al establisment político, y que marque avance en la consolidación de un nuevo referente democrático popular que se proponga hacer trizas los paradigmas actuales, sin más vacilaciones y regresiones. En el entendido de que nunca las viejas y descompuestas organizaciones logran sacudirse de sus amarras y edificar el porvenir.