La historia demuestra que es prácticamente imposible conciliar cualquier forma de integrismo ideológico con la democracia. Parece, por tanto, muy remota la posibilidad de que la llamada “primavera árabe” pueda derivar en regímenes de auténtica soberanía popular en aquellas naciones que vienen derribando monarquías y dictaduras. Más difícil, todavía, cuando muchos de los rebeldes profesan tan intensamente la religión musulmana y delegan en sus líderes religiosos la conducción política.
En el denominado mundo cristiano occidental, muchos han sido los tropiezos de la historia con el deseo de consolidar regímenes de ejercicio ciudadano. Son frecuentes los casos en que la adhesión a ciertas ideologías está expresamente condenada, así como resulta tan recurrente que en virtud “de principios superiores” sean derribados gobiernos y jefes de estado, aún cuando éstos fueran elegidos por el sufragio universal. Si bien El Vaticano asume, a esta altura, los paradigmas democráticos, lo cierto es que la jerarquía eclesiástica no muestra disposición alguna a abrir su propio estado al gobierno de las mayorías. Como si fuera el mismísimo Creador el que estuviera determinando cada uno de los lineamientos pontificios.
Hasta la misma existencia de partidos de inspiración cristiana ha constituido un obstáculo severo a la materialización de ciertas reformas mal vistas por sus iglesias, dándole dura oposición, por ejemplo, a iniciativas como el divorcio, el aborto, o el reconocimiento legal de las parejas homosexuales. Así, siempre ha resultado muy dificultoso legislar contra la influencia de los jerarcas religiosos, en general a contrapelo con los cambios y movimientos revolucionarios.
En aquellos países que proclamaron el materialismo histórico pudimos ver también que el fundamentalismo y el integrismo ideológico tomaron cuerpo en las constituciones, la doctrina oficial y aquellas dictaduras que emergieron en nombre del proletariado. La proclamación del ateísmo y el humanismo no fue obstáculo para coartar derechos tan fundamentales como el de las libertades de expresión, prensa y asociación. Lo que explica que, en sus horrores, el estalinismo compitiera a la par con el nazismo y el fascismo.
En nuestro país, por ejemplo, el maltrato a nuestros pueblos indígenas tiene explicación en ese racismo tan afianzado todavía en las ideologías dominantes. Tal como el hecho de que se reconozca en “una clase política” a aquellas familias que se creen ungidas para administrar al país. Asimismo, la aplicación a fardo cerrado de las concepciones neoliberales (o del capitalismo salvaje) ha tenido como consecuencia un crecimiento económico que ha privilegiado las escandalosas utilidades de la empresas por sobre la posibilidad de aliviar la condición de vida de los pobres y marginados.
Felizmente es ahora visible el cambio experimentado por algunos jueces a favor del principio de la “igualdad ante la ley”, al dictar sentencias condenatorias contra los que delinquen, así sea que éstos sean parte de las élites sociales. Sin embargo, sigue radicada en la mentalidad de muchos magistrados y altos funcionarios públicos la idea de que los “delitos de cuello y corbata” no pueden tener una sanción tan drástica como los despropósitos de los pobres o iletrados. En estos días, comprobamos con estupor cómo el director de Impuestos Internos decidió condonar las voluminosas deudas tributarias de una poderosa empresa, mientras que el servicio público que dirige no le da tregua ni perdón a las deudas de los pequeños emprendedores, profesionales, como de las personas comunes y corrientes.
Aquí y en regímenes de distinta inspiración, los militares son la expresión más flagrante de la desigualdad social, de la prepotencia y del estricto rigor con que se imponen las doctrinas de la seguridad nacional que siempre terminan justificando sus irritantes prebendas. Los tribunales militares, sus sistemas propios de salud, previsión y remuneraciones son, entre otros privilegios, rémoras que atentan contra el estado de derecho democrático. Del mismo modo que la inmunidad que favorece a las jerarquías eclesiásticas a políticos y diplomáticos, incluso para salvarse de ser procesados y condenados por graves y escandalosos delitos de índole sexual.
En demasiadas oportunidades, el valor liberador de la fe y la vocación humanista de ciertas ideologías son desbaratadas precisamente por los administradores religiosos y políticos; especialmente por los caudillos de diversa condición. Con frecuencia, también, el ateísmo o el laicismo se han hecho intransigentes y han dificultado el ejercicio de la democracia.
El desafío, entonces, es que desde la más temprana edad se nos inculquen los valores de la igualdad, la tolerancia, la libertad y el pluralismo como valores irrenunciables del republicanismo. Al mismo tiempo que estar siempre alertados sobre los propósitos integristas que en todos los aspectos de la vida buscan imponerse con o sin el consentimiento del pueblo. En este sentido, cómo no prevenirnos de aquellos políticos que por el simple hecho de ser elegidos para un cargo creen que el pueblo les delega la facultad de hacer todo lo que se propongan, cuando en una democracia verdadera la voz de los ciudadanos debe ser escuchada y respetada cotidianamente. Demostrando que el caudillismo resulta siempre intrínsecamente perverso.