Weichan: Héctor Llaitul entre el Ser y el Acontecimiento y la Ética de la Liberación

  • 30-01-2013

Weichan. Conversaciones con un weychafe en la prisión política, el libro de creación conjunta entre el mapuche líder de la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), Héctor Llaitul, y el ex candidato presidencial y ex ministro, Jorge Arrate, es una obra literaria compleja y rizomática. Desde la perspectiva de los estudios latinoamericanos,  Weichan formula un conjunto de problemas epistemológicos y culturales en torno al sujeto, al cuerpo, la identidad y a la vez nos interpela a examinar la legitimidad de la violencia política como expresión de la resistencia de un pueblo oprimido.

Para comenzar, ambos autores no pueden sustraerse a la distancia determinada por las categorías de etnia y clase que los inviste en posiciones subjetivas temporarias divergentes en el flujo del discurso. Su alianza escritural no es impermeable a la brecha que sitúa al blanco y al indio en una condición epistemológica distinta y antagónica como es el lugar del colonizador y el del colonizado.  Más todavía, cuando comparten como lengua común, el idioma del conquistador que inevitablemente hegemoniza el texto y provoca un desencuentro cultural que obliga al blanco a realizar en forma constante un esfuerzo de traducción que, en el planteo de José Rabasa[1] , sólo refleja  el fracaso de la racionalidad occidental para la comprensión del indígena. El indio en cambio, según Rabasa, como estrategia de sobrevivencia en el régimen colonial, habría desarrollado con astucia una capacidad de habitar mundos múltiples que implica coexistir en espacios híbridos diferentes, lo que le permite  habitar y actuar en la dimensión cognitiva de la ideología dominante, sin abandonar sus propios mundos. De allí que para mirar este libro, que expone el pensamiento y la trayectoria militante de Héctor Llaitul, resulta tan pertinente “Calibán”, el concepto metáfora acuñado por el poeta cubano Roberto Fernández Retamar[2],  en torno al personaje de La Tempestad de Shakespeare, quien increpa a Próspero, su amo y señor, sentenciando: «Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve/ El saber maldecir. ¡La roja plaga/ Caiga en ustedes, por esa enseñanza!»

Arrate despliega hábilmente su estrategia narrativa intentando sortear el desencuentro al establecer una separación tajante entre su propia voz y la de Llaitul, diagramada con márgenes y tipos de párrafo distintos. De esta forma, constituye al texto en una “zona de contacto” entre fronteras  permitiendo una aproximación no jerárquica con el Otro;  y además se auto inhibe del protagonismo del intelectual comprometido que se arroga la representación del sujeto subalterno. Porque la paradoja de la representación es que se da en un juego simultáneo de opacidad y transparencia donde ésta sólo se presenta a sí misma, eclipsando y suplantando a lo representado, y con ello sólo consigue duplicar su ausencia[3].

Con su doble autoría, este libro pone de relieve el problema de la identidad que, a la luz de las reflexiones de Stuart Hall[4], no señala al yo como un núcleo estable de la modernidad, que sigue siendo el mismo a lo largo del tiempo, así como tampoco habría un yo colectivo y verdadero que pueda fijar una “unicidad” o pertenencia cultural sin cambios. Para Hall, el yo es una ficción identitaria generada históricamente: «Las identidades nunca se unifican…son construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzadas y antagónicas, que están sujetas a una historización radical y en constante proceso de cambio».

Hall subraya que  el género, del mismo modo que la etnia y la clase,  son identidades sociales que se construyen en el discurso y emergen dentro de un juego de modalidades de poder. Las identidades son entonces el resultado de la afirmación de una diferencia y de una relación con el Otro, por eso en ellas gravita la exclusión o la abyección de su exterior constitutivo y al mismo tiempo son desestabilizadas por aquello que excluyen. Derrida demostró que estas variables se erigen en un marco binario que establece una jerarquía entre los dos polos resultantes: hombre/mujer, blanco/negro, en el que los segundos términos acaban siendo “marcas” y estigmas.  En consecuencia, ser indio o mestizo no es simplemente un asunto de sangre ni de una identidad esencial anterior a la conquista, sino que también se trata de una construcción social.  Por ejemplo, durante la colonia, la condición étnica, se articuló con la de clase para calificar como “indios” a los habitantes originarios situándolos en el último peldaño de clasificación social, lo que implicó para ellos diversas formas de servidumbre y de trabajo esclavo en beneficio de los “blancos”.

En esta perspectiva, las identidades militantes de Llaitul y Arrate, tal como lo describe el libro, fueron también evolucionando. Mientras Arrate dio un paso al costado de la Concertación y del socialismo renovado (o neoliberalizado) para adoptar posiciones más radicales y cuestionadoras de la institucionalidad política chilena, Llaitul, se distanció de su militancia en las organizaciones revolucionarias de inspiración foquista y castro guevarista (MIR, FPMR) asumiendo en plenitud la identidad mapuche con el propósito de diseñar un camino propio de liberación para su pueblo.

No es posible entender el retorno a lo indio de Llaitul fuera del marco de cambio epistemológico ocurrido en todo el continente latinoamericano, denominado por José Bengoa como “la emergencia indígena”[5]. Se trata quizás de uno de los fenómenos socioculturales más importantes del último periodo de nuestra historia,  porque implica una revalorización del componente étnico en los Estados Nacionales latinoamericanos que por largo tiempo había permanecido invisibilizado. La mutación epistemológica se produce por un cambio de signo desde lo peyorativo a lo positivo, perfilando así una nueva identidad étnica, dotada de un discurso que rechaza el paternalismo y busca posicionarse como actor protagónico en las agendas nacionales e internacionales.

Al mismo tiempo, la emergencia indígena abrió un complejo campo de problemas, porque este nuevo perfil identitario de lo indio está marcado por una visión crítica, rupturista y radicalizada en grados variables, que cuestiona, por un lado, la raíz misma de la formación de los Estados Nacionales latinoamericanos como un proceso extremadamente violento, invasor y antidemocrático; y, por otro lado, rechaza la modernización capitalista neoliberal que implica el desarrollo de grandes proyectos multinacionales de explotación de recursos hídricos, forestales, mineros, entre otros, que requieren para su expansión de territorios que constituyen el hábitat de las poblaciones indígenas[6]. Asimismo, en un escenario marcado por la globalización, y también por la celebración del V centenario del Descubrimiento de América, el modelo de un Ejército Zapatista alzado en armas, operó como un paradigma que repotencia la memoria mítica y el imaginario de los indígenas del continente combatiendo contra el conquistador español para expulsarlo de su suelo. De ahí que las primeras palabras de Llaitul en este libro remarquen la figura del weychafe como militante y luchador social de la etnia, un arquetipo que se forjó antes de la llegada de los españoles en la resistencia a la invasión del imperio incaico y cuya memoria ancestral ha persistido a lo largo de los siglos para enunciar en el presente “el renacer de los guerreros”.

Este marco histórico conceptual, pero a la vez mítico, marcado por la concepción mapuche de una temporalidad “no lineal, sino circular”, espiral que sugiere la pluralidad de mundos presentes en su cosmovisión, nos ofrece una lectura posible del nacimiento de la CAM.  En el decir de Llaitul, se trata de un proyecto de liberación del pueblo mapuche surgido desde la propia etnia y no subordinado a los partidos de izquierda que tradicionalmente condujeron sus demandas. Su programa constituye un intento de organización político militar, de corte revolucionario, con una estrategia sustentada en dos grandes líneas: resistencia mapuche al sistema capitalista en su territorio ancestral y reconstrucción del pueblo nación mapuche con autonomía territorial y política.  Su condición revolucionaria está dada porque se autoimpuso una meta de cambio estructural y, para alcanzar sus objetivos, requiere de una disputa por el control de la tierra que, de tener éxito, ocasionaría un quiebre en la supuesta unidad y homogeneidad de la nación chilena forzando la refundación del Estado.

La respuesta del Estado de Chile a la radicalización de las demandas de esta organización mapuche -particularmente en los gobiernos de Lagos, Bachelet y Piñera- ha reeditado la lógica del conquistador  y del régimen colonial, al privilegiar una estrategia represiva y judicial, así como la militarización de la Araucanía. De esta forma, la reacción estatal enfatiza el estigma del terrorismo sobre la etnia y la somete a una constante vulneración de sus derechos, al mismo tiempo que elude afrontar la crisis con una perspectiva política de largo plazo que le permita elaborar soluciones integrales. El resultado ha sido una permanente escalada del conflicto.

El “acontecimiento-revuelta” de Llaitul, al crear el cuerpo político denominado CAM, y la reacción del Estado chileno nos invitan a repensar la política en el marco de los procesos de emancipación como un espacio que incorpora y no priva de reconocimiento a la diversidad de actores sociales que emergen desde las propias falencias del sistema institucional. Es decir, un Estado abierto y atento a establecer una relación dialéctica con las particularidades y diferencias reivindicadas por la pluralidad de sujetos en que radica la soberanía popular que otorga legitimidad al sistema político. Precisamente en el umbral del tercer milenio, cuando quedó al desnudo el crítico fracaso de la despolitización apareada al fin de la Guerra Fría, el filósofo franco-marroquí, Alan Badiou, emprendió la tarea de reformular la política en su condición de procedimiento genérico de verdad. Para este pensador, es la acción colectiva desplegada en el espacio público lo que produce el acontecimiento político. De ahí que subraya: “No es porque hay reacción que hay revolución, es porque hay revolución que hay reacción”. En Lógicas de los mundos: El ser y el acontecimiento 2[7], Badiou propone que existe, por un lado, el ser (lo que hay en el mundo) y, por otro lado, el acontecimiento (que rompe la continuidad de lo que hay en el mundo). El ser es la representación y el acontecimiento, el centelleo fugaz, la huella evanescente, que posibilita romper con la continuidad del ser al crear la coyuntura para la intervención de un sujeto que lleva este acontecimiento hasta sus últimas consecuencias generando una verdad. Por lo tanto, la verdad se produce en situación desde el acontecimiento que configura al sujeto como agente local de un fragmento de ella. Así, el acontecimiento abre un espacio subjetivo que se “puebla” de tres figuras posibles: el sujeto fiel, quien crea las consecuencias del acontecimiento y origina el presente;  el sujeto reactivo, crea el pasado, oblitera y anula el presente;  y el sujeto oscuro que estando en el presente lo oculta, recurriendo a fetiches intemporales como Ciudad, Dios, Raza, Destino, Revelación.De este modo, son los sujetos comprometidos con un procedimiento de verdad quienes extraen las consecuencias del acontecimiento, potenciando las marcas de ruptura y novedad frente a él.

Para ilustrar su teoría, Badiou cita el siguiente ejemplo:

A continuación de la revuelta de un puñado de gladiadores en torno a Espartaco, en 73 A. C., unos esclavos, pero muy numerosos hacen cuerpo, en lugar de dispersarse en rebaños. Admitamos que la huella del acontecimiento-revuelta es el enunciado “Nosotros, esclavos, queremos volver a nuestras tierras”.  Primero, los esclavos “en cuerpo” (en ejército) se mueven en un nuevo presente. Porque no son más esclavos. Y así muestran (a los otros esclavos) que es posible que un esclavo no lo sea más, y que no lo sea más en el presente. De allí el crecimiento, rápidamente peligroso, del cuerpo. Esta institución de lo posible como presente es típicamente una producción subjetiva. Su materialidad son las consecuencias extraídas día tras día del trazado acontecimiental, es decir de un principio indexado al posible: “Nosotros, esclavos, queremos y podemos volver a nuestras tierras”.

La concepción de la política como discontinuidad y ruptura no es exclusiva de Badiou. Chantal Mouffe [8]establece una distinción entre la política y lo político. Mientras la esfera de la política incluye lo que establece el orden y la institucionalidad,  lo político, en cambio,  mostraría el antagonismo inherente de ese orden. Para Mouffe, lo político desborda a la política porque mientras esta última tiene vínculos con la legalidad, el Estado y la gobernabilidad, lo primero perfora el sistema al cuestionar su legitimidad y es el lugar donde surgen los movimientos que no se ciñen al orden estatal.

De esta tensión entre la política y lo político surge la interrogante acerca del uso de la violencia como recurso de presión de los movimientos sociales cuyas demandas de reconocimiento son sistemáticamente ignoradas por el Estado. Al respecto, escribe Llaitul:

No estamos organizando una guerra en el sentido común y corriente de esa palabra, o con la perspectiva convencional occidental. La nuestra es también una confrontación cultural y espiritual. Es una contienda que tiene momentos y espacios diversos y cambiantes. Y la vamos a ganar. Por eso nuestro grito de guerra es Wewaiñ.

El pensador latinoamericano Enrique Dussel dedica su Ética de la liberación en la Edad de la Globalización y la exclusión [9], a la lucha por el reconocimiento de los nuevos movimientos sociales, políticos, ecológicos, de género y étnicos, entre otros, que brotan a fines del siglo XX. Estos se producen a través de una compleja articulación de inmensas mayorías de la humanidad victimizadas y excluidas, que afloran como comunidades críticas en torno a un núcleo de militantes.  Dussel fundamenta y legitima el ejercicio de una praxis de liberación de estas comunidades situadas en la periferia del sistema-mundo y negadas desde el origen de la modernidad como culturas “otras”, “atrasadas” en relación al centro dominado por Europa. Para Dussel, la cuestión es superar el sistema-mundo globalizador que simultáneamente excluye al otro que resiste, superar también la razón cínico-gestora (administrativa mundial) del capitalismo (como sistema económico), del liberalismo (como sistema político), del eurocentrismo (como ideología), del machismo (en la erótica), del predominio de la raza blanca (en el racismo), de la destrucción de la naturaleza (en la ecología), etc., lo que supone la liberación de diversos tipos de víctimas oprimidas y/o excluidas.

En el razonamiento de Dussel, todo sistema institucional vigente tiene derecho a ejercer cierta coacción legítima, que permita encausar a los que no estén dispuestos a cumplir con los acuerdos válidamente aceptados. Pero ello no significa aceptar la dominación como constitutiva de la legitimidad, como presupone Max Weber, sino  permitir una coerción institucional, mutuamente acordada por consenso, en cuanto logra y respeta la producción, reproducción y desarrollo de la vida humana de todos los miembros del sistema:

El conflicto ético comienza cuando víctimas de un sistema formal vigente no pueden vivir, o han sido excluidas violenta y discursivamente de dicho sistema; cuando sujetos socio-históricos, movimientos sociales (p.e. ecológico), clases (obreros), marginales, un género (el femenino), razas (las no-blancas), países empobrecidos periféricos, etc., cobran conciencia, se organizan, formulan diagnósticos de su negatividad y elaboran programas alternativos para transformar dichos sistemas vigentes que se han tornado dominantes y  opresores… Para esos nuevos sujetos socio-históricos la coacción “legal” del sistema vigente (que causa su negación y los constituye como víctimas) ha dejado de ser «legítima», Y ha dejado de serlo, en primer lugar, porque cobran conciencia de que no habían participado en el acuerdo originario del sistema (y por ello comienza a dejar de ser «válido» para ellos); y, en segundo lugar, porque en dicho sistema dichas víctimas no pueden vivir (por ello deja de ser una mediación factible para la vida de los dominados)…. Todo uso de la fuerza contra los nuevos derechos…será  estrictamente violencia: uso de la fuerza contra el derecho del Otro, sin validez ni consistencia objetiva

Por lo tanto, para Dussel, las acciones de los movimientos sociales, su praxis de liberación, nunca pueden ser consideradas como violentas, sino que significan una coacción legítima aunque frecuentemente ilegal ante un orden aparentemente democrático, pero deslegitimado. Dussel reserva la palabra violencia  a la rebelión ilegal e ilegítima del anarquista  o a la coacción legal que se ha tornado ilegítima del Estado como ente represor.

Ante la complejidad de problemas que plantean Llaitul y Arrate en  Weichan, y dadas las limitaciones de la racionalidad occidental para traducir lo que encierra en el orden simbólico un grito de guerra como Wewaiñ, esta obra reedita  la perplejidad del conquistador ante la incertidumbre epistemológica que le causa lo inefable del mundo indígena. Por Llaitul  sólo sabemos que la guerra que propone no se trata de lucha armada en el sentido convencional; que pretende también permanecer enmarcada en una ética, es decir, construida por acciones sin sangre “que no buscan dañar a personas, sino a compañías forestales, a propietarios latifundistas y a empresarios inescrupulosos que atentan contra sitios considerados sagrados por el pueblo mapuche”. Cabe preguntarse, si es posible para un movimiento social organizado sostener en el transcurso del tiempo una estrategia de violencia política que pueda ser ejercida dentro de límites totalmente acotados y controlados;  y preguntarse también si es posible que el Estado de Chile afronte este contradiscurso, que de diferentes maneras lo ha interpelado por más de doscientos años, renunciando a instrumentos de hegemonía colonial, para emprender un retorno urgente a la política.

[1] Rabasa, J. (2000). Límites históricos y epistemológicos de los estudios subalternos. En M. Moraña (Ed.), Nuevas Perspectivas desde/sobre América Latina. El desafío de los estudios culturales (págs. 107-118). Santiago, Chile: Cuarto Propio.[2] Fernández Retamar, R. (2004). Todo Calibán. Argentina: Clacso libros.

[3] Enaudeau, C. (2006). Las paradojas de la representación. Buenos Aires: Paidos.

[4] Hall, S. (2003). ¿Quién necesita identidad? En S. D. Hall, Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrurtu.

[5] Bengoa, J. (2007). La emergencia indígena en América Latina. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica.

[6] Samaniego, A., & Ruiz, C. (2007). Mentalidades y políticas wingka: Pueblo mapuche, entre golpe y golpe (De Ibáñez a Pinochet). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

[7] Badiou, A. (2008). Lógicas de los mundos. El ser y el acontecimiento 2. Buenos Aires: Manantial.

[8] Mouffe, C. (2007). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

[9] Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la Era de la globalización y la exclusión. Valladolid: Editorial Trotta.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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