A menudo se restringe el concepto de “seguridad ciudadana” a aquellas prevenciones y atención que se le debe dar a las personas que son víctimas de la delincuencia común. Un fenómeno, por cierto, que viene acrecentándose con las inequidades impuestas por un modelo económico tan escandalosamente desigual donde la extrema riqueza es considerada, incluso, como un valor social y digno de ser ostentado. La historia nos señala, en cambio, que muchos son los chilenos que han perecido o quedado literalmente a la intemperie a consecuencia de los constantes desastres naturales que afectan nuestro largo y frágil territorio, donde ocurre más del 40 por ciento de los movimientos telúricos del Planeta que, como el de hace tres años, son seguidos por destructivos maremotos.
A lo anterior, hay que sumar la frecuencia con que los incendios, las inundaciones y otros desastres asolan a nuestras mal planificadas ciudades, sobre todo cuando la política se rinde al afán de lucro de las empresas constructoras que obviamente no tienen en vista el bien colectivo. Patético resulta comprobar el desarrollo de aventuras urbanísticas que se imponen caprichosamente contra la voluntad de los vecinos, las alertas medioambientales y, por supuesto, del más mínimo sentido común. En la era de los malls, se arrasa con los barrios y el legado arquitectónico de nuestras urbes y habitualmente se hace imposible aplicar la ley cuando ya las construcciones están consumadas.
El reciente incendio en los cerros de Valparaíso deja al desnudo nuevamente nuestras precariedades, al grado que uno de los principales bochornos de nuestras autoridades fue que quedara en evidencia el hacinamiento en que viven tantos millones de chilenos, cuanto que en estas viviendas tan ligeras y pobres habitaran hasta tres familias y un buen número de allegados. En el país que proclama estar en el umbral del primer mundo, estas desgracias nos demuestran una realidad falseada por los índices macroeconómicos, el ingreso per cápita y otras cifras que sólo demuestran la voluptuosa calidad de vida de algunos respecto del atraso y la aflicciones de la inmensa mayoría.
En su principal afán de ganar audiencia, los medios televisivos nos exhiben cotidianamente el drama que afrontan quienes están impedidos de acceder a centros hospitalarios para tratarse enfermedades complejas y de oneroso tratamiento. Como también la desgarradora situación de esos padres que acaban de perder a sus hijos mellizos en un río sureño o el trágico fin de aquellos ancianos que mueren quemados en sus asilos. Todavía sigue fresca en nuestra memoria aquel siniestro en que perecieron decenas de reclusos mientras sus gendarmes en estado de embriaguez no atinaron a liberarlos de sus celdas.
Cada año, la opinión pública se entera de aquellos niños con discapacidad que, de no ser por la Teletón, jamás podrían recuperarse o adquirir aquellas destrezas que les permita vivir con dignidad. Menores que son atendidos gracias a la erogación pública y el aporte empresarial que es morigerado por los enormes beneficios que finalmente obtienen estas entidades que lavan su imagen en esta farandulera, aunque benefactora, transmisión televisiva. Un evento que, después de todo, deja a sus organizadores y animadores alrededor de un tercio de todo lo recaudado.
Se sabe que en las sólidas democracias la seguridad social es uno de los objetivos primordiales del Estado, de tal manera que ante las enfermedades catastróficas, la orfandad y los cataclismos los presupuestos fiscales y la política se prodigan en soluciones dignas para los que las sufren. Por supuesto que las compensaciones definidas por algunos países respecto de las víctimas de la guerra o las tiranías exceden con mucho las establecidas por nuestros gobiernos y parlamentos. Gratificaciones o indemnizaciones que resultan ridículas al compararlas con las dietas y prebendas que se han otorgado ellos mismos por reanimar nuestra vida institucional después de aquellos 17 años de completa interdicción ciudadana.
Todavía hay damnificados del último maremoto que esperan solución satisfactoria luego del desastre que enlutó sus vidas para siempre y les hizo perder todos sus enseres. En un acontecimiento, para colmo, aún impune respecto de la responsabilidad, al menos política, de las máximas autoridades del país, de la Armada y de algunos técnicos que, insólitamente, guardaron silencio frente a la inminencia de un siniestro advertido a viva voz por muchos, como oportunamente monitoreado a miles de kilómetros del país. Ojalá que el afán de trasparencia que dice comprometer a nuestra política se llegue a esclarecer, por ejemplo, en qué estuvieron esa noche los altos oficiales que tenían que velar por la “seguridad” de nuestras costas. Así como resultaría justo que alguien en la Fuerza Aérea fuera realmente sancionado por la responsabilidad de esta institución en la muerte de un selecto número de chilenos altruistas que confiaron en sus pilotos la posibilidad de llegar con su solidaridad hasta la asolada Isla de Juan Fernández.
Aunque nuestro Presupuesto Nacional contempla un ítem en beneficio de las víctimas de ciertas catástrofes, la verdad es que éste resulta siempre muy mezquino respecto de las fatalidades que constantemente afrontamos. Fondos, como sabemos, que no alcanzan para solidarizarse con las innumerables tragedias personales y familiares en un país en que la salud, la educación y los servicios básicos están entregados a las empresas privadas y a su descarada usura. Lo que explica, por ejemplo, que miles de estudiantes hayan perdido sus carreras por la estafa consumada por los sostenedores de su universidad; que cientos de miles de chilenos hayan quedado sin agua potable este verano por los despropósitos de algunas empresas privatizadas por la Dictadura y los gobiernos de la Concertación. Como que otros se vieran afectados por los aluviones provocados por la acción indolente de las inversiones ecocidas fomentadas por la actual Administración.
Resulta bochornoso observar a alcaldes, concejales y a tantos funcionarios públicos cruzados de brazos ante los desastres que comentamos, en un claro reconocimiento de la impotencia del Estado frente a los cotos de caza de las inversiones extranjeras adueñadas de nuestros recursos fundamentales. Alentadas, sin duda, por la legislación servil que se han procurado nuestros gobernantes, parlamentarios y partidos políticos que hasta en las horas dramáticas vividas en el último tiempo no son capaces de sindicar e intervenir a las empresas responsables de causarle a la población tantos padecimientos en el suministro de la luz, el agua, el trasporte y otros servicios. A la espera, seguro, de las erogaciones que estas mismas empresas les asignan para financiar los eventos electorales y permanecer genuflexos ante sus intereses y despropósitos.
En efecto, nuestras pretensiones primermundistas se hacen ridículas ante los episodios desoladores que afectan nuestra convivencia y seguridad. Con cada información sobre la incapacidad de nuestro Estado para afrontar la posibilidad de que un niño pueda ser atendido en un centro de médico de excelencia; la entrega rápida de vivienda para el que la pierde e, incluso, otorgar albergue sicológico a los niños abusados sexualmente, como a sus familiares. Delito que se ha hecho cada más frecuente en nuestra realidad y que ha tenido como autores a connotadas figuras y hasta a los propios maestros y dignatarios eclesiásticos.
Los recursos, como sabemos, existen, según se ufanan los mismos funcionarios públicos que controlan la alcancía fiscal y las millonarias “reservas” del país en el extranjero. Sólo sería cuestión de repatriarlos ante las fatalidades más severas o bien exigirselos efectivamente a quienes provocan no pocas de estas calamidades. Según hemos podido comprobar con la forma en que algunas bullados consorcios les arruinaron las vacaciones a tantos compatriotas.
Foto: ciudadinvisible.cl