El instituto de Estadística Eurostat informó que el desempleo en el conjunto de 17 países de la zona euro alcanzó en abril pasado un máximo histórico desde 1995, con el 12,2% de la población activa sin trabajo, lo que significa casi 20 millones de desocupados, unos 95 mil más que en marzo. Las cifras más altas las registran Grecia, con 27%; España, 26,8%; Portugal, 17,8%, e Italia con 12%, tasa record en 36 años y con 40% de los jóvenes sin trabajo. Austria lidera la lista de los países con menos desempleo (4,6%) seguida de Alemania (5,4%) y Luxemburgo (5,6%). En conjunto, los 27 países de la Unión Europea muestran un desempleo de 11%, cifra que se eleva al 24,4% entre los jóvenes.
Con la zona euro en su recesión más larga desde su creación, en 1999, la inflación estuvo muy por debajo del objetivo del Banco Central Europeo (BCE) en mayo (0,2%), no obstante que subió a 1,4 % anual desde el 1,2 % de abril. Aunque el aumento del IPC aquieta preocupaciones sobre una eventual deflación, la pregunta sobre el agravamiento del desempleo sigue pendiente. Y es que desde agosto de 2007, los bancos centrales de los países industriales han estado interviniendo masivamente para neutralizar el impacto de las burbujas desatadas por el sistema financiero y que estallaron en 2008. Pero a seis años, la economía mundial sigue tan débil como en los inicios de la crisis, mientras el panorama global no ofrece mayores perspectivas de recuperación en lo inmediato.
Las bajas tasas de interés y amplia liquidez monetaria, cuyo objetivo es dar señales a los privados para que inviertan y generen más actividad y empleo, no han conseguido su propósito, tanto porque buena parte de dicha liquidez fue a tapar primero hoyos financieros, como porque desde 2010, los gobiernos han implementado drásticos planes de ajuste fiscal que han limitado aún más la demanda interna, desestimulando la inversión y el ahorro. A ello se agrega que el propio FMI reconoció que el multiplicador para medir los efectos del impacto en la actividad de una reducción del gasto público estuvo subestimado por años, motivos por el que la recesión de una parte de Europa y bajo crecimiento de otra, es muy explicable. Como se ha señalado, los expertos del FMI habían estado haciendo proyecciones aceptando investigaciones de la propia entidad que afirmaban que por cada punto del PIB que se reduce el gasto fiscal, la actividad económica solo se contrae 0,5%. Pero de acuerdo a nuevas mediciones, el fenómeno es exactamente inverso, es decir, por cada punto del PIB que se reduce el gasto público, la actividad general cae hasta 1,5%.
Por lo demás, las cifras ajustadas muestran que no fue sólo exceso de gasto público el que generó la crisis, sino especialmente la deuda privada (la década de oro del dinero bartato), que en muchos casos triplica el PIB de los países (en el caso de Chile es el 70% del PIB). Por consiguiente, aquella no puede resolverse con contracción del gasto público, pues hacerlo acelera la caída de la demanda agregada. Como vemos, entonces, parece que no todo aumento en la cantidad de dinero se traduce en alzas de precios.
En efecto, la enorme ampliación de la oferta de dinero realizada primero por los bancos privados, sus productos derivados y apalancamiento y luego por los bancos centrales de Estados Unidos, la Zona Euro, Inglaterra, China y Japón, no se ha traducido en una escalada inflacionaria mundial y seguramente no lo hará, porque los precios de los bienes ya incorporaron las expectativas de abundancia de los mercados, tanto en las bolsas (véase los máximos del Dow Jones y Tokio) como en el sector inmobiliario (valores de la vivienda en países desarrollados y emergentes) y se resistirán a caer y hacer las pérdidas, porque la propia liquidez, aún sin respaldo real, permite sostenerlos.
Pero el próximo término de las facilidades de liquidez en EE.UU., tenderá a fortalecer al dólar frente a otras monedas (entre ellas el peso chileno) y a encarecer los productos que se transan en dicha divisa (petróleo, comoditties, etc) por puro efecto cambiario, impactando también en el volumen del comercio exterior norteamericano y desacelerando la actividad en EE.UU. lo que, por consiguiente, ralentizará la economía de nuestro país (si no hay baja de tasa de política) y la del resto de socios comerciales de la potencia del Norte.
La actual crisis no es, pues, de liquidez –la ha habido a raudales para enfrentar las obligaciones derivadas de la ingeniería financiera y el apalancamiento de la banca-, sino de credibilidad y solvencia para ajustar los ritmos del sistema financiero a las cadencias de la economía real. Esta distorsión entre medios de pago multiplicados por la banca internacional y producción efectiva, solo puede ahora ser abordada políticamente, dando seguridades y estabilidad institucional a los inversionistas de que el ajuste de factores se realizará paulatinamente y que no afectará el poder adquisitivo de los peculios de pequeños ahorristas o de sus pensiones.
Hasta ahora, el mecanismo de ajuste para naciones en crisis era la devaluación de las monedas nacionales, de manera de que pudieran exportar más, recoger recursos, generar empleos y aumentar la demanda interna. Pero aquella receta servía para naciones emergentes. Los países industrializados no pueden apelar a devaluaciones competitivas, dado el peligro de una guerra de divisas que implicaría aún más destrucción de empleo y pobreza.
Pero ajustado ya, al parecer, buena parte del corazón del sistema financiero mundial, las autoridades nacionales y bancos centrales comienzan a apuntar su foco hacia el fortalecimiento de la economía real, con medidas para impulsar a pequeñas y medianas empresas, que generan más empleo, diversifican la demanda y ayudan al crecimiento interno. Trasladar, pues, el mayor apoyo estatal desde la banca a las pymes es el primer paso para devolver una mayor confianza en el sistema.