El malestar crece en el mundo. Las protestas surgen cual callampas después de la lluvia, y saltan de continente en continente. Como si fuera otra faceta del cambio climático, nadie se escapa. Y los especialistas en el fenómeno atinan menos que los economistas con sus pronósticos frente a las crisis. Pero en el caso de estos profesionales, no lo hacen porque sus cálculos estén equivocados. Simplemente no están dispuestos a aceptar la realidad. Va en contra de sus intereses. Los políticos no desean que la democracia se adecue a las necesidades de su pilar principal: el pueblo. Si cedieran, el sistema que se dibujaría tal vez escapara de su control. Por eso se preparan para sofocar cualquier amago de cambio.
La manipulación de la conciencia a través de los medios es una herramienta probada y en continuo remozamiento. Pero pareciera que se requiere algo más. Pese a los avances científico tecnológicos, la gente no está dispuesta a someterse sin protestar. Y lo hace sin que tras ella exista un modelo ideológico único. Lo común es el malestar. Saber que, día a día, le están siendo escamoteados derechos que debieran ser inalienables.
La libertad es uno de ellos. Sin embargo, la realidad lo muestra como un artículo escaso y de consumo muy limitado. Como acaba de ocurrir en los Estados Unidos. Un colaborador de la Central Inteligence Agency (CIA), Edward Snowden, dejó al descubierto un grosero atropello a la libertad de comunicación y a la privacidad. La Agencia de Seguridad Nacional (NSA) aplica el PRISM desde 2007. Se trata de un programa de vigilancia electrónico mantenido en el más alto grado de secreto. Pero con los detalles entregados por Snowden se supo que millones de personas habían sido afectadas en su privacidad. Correos electrónicos, vídeos, chat de voz, fotos, direcciones IP, notificaciones de inicio de sesión, detalles sobre perfiles de redes sociales, claves diversas, transferencias de archivos, habían ido a parar a manos de los agentes del gobierno. A menudo sin que las compañías telefónicas o de Internet lo supieran, o con su abierta oposición. Cuando se destapó el escándalo, el presidente Barack Obama lanzó una sentencia de dudoso valor ético: “La seguridad bien vale la pérdida de un poco de privacidad”. No explicó quien determina ese poco de privacidad. Ni tampoco aclaró en qué lugar debe ubicarse la opinión de los ciudadanos afectados. O siquiera si éstos merecen ser escuchados.
Pocos días más tarde, el propio Obama señaló que el gobierno sirio había traspasado la “línea roja”. Lo acusó de estar ocupando armas químicas para enfrentar la rebelión que desangra a su país desde hace más de un año. Y esa breve frase sólo puede significar que EE.UU. intervendrá en aquella nación. Tal como lo hizo en Irak, en Afganistán, en Libia, para mencionar sólo las intervenciones del último período de algo más de una década. La justificación de Obama hace recordar la de George Bush al invadir Irak: Sadam Hussein tenía en su poder armas de destrucción masiva. Justificación que luego se demostró absolutamente falsa.
En suelo nacional, la casa central de la Universidad de Chile es ocupada por carabineros. El rector, Víctor Pérez, protestó de manera enérgica por la violencia con que se trató a los alumnos. E hizo ver su tajante desacuerdo con la violación de la autonomía. Como justificación, el ministro del Interior, Andrés Chadwick esgrimió el hecho que la policía estaba siendo atacada desde la casa central con bombas molotov. Sus palabras fueron refrendadas por imágenes captadas en el interior del recinto universitario. Los documentos gráficos mostrados por el diario El Mercurio son de tal calidad que sólo pueden haber sido obtenidos por personas que estaban con los encapuchados que manipulaban las bombas. Es decir, por infiltrados. Y la tranquilidad con que aquellos desarrollan su tarea hace preguntarse por su verdadera identidad. Por otra parte, si la policía tiene tal capacidad y los violentistas -terroristas, en palabra oficial- son tan despreocupados, no se entiende por qué los organismos de seguridad no han llevado a todos ellos a enfrentar a la Justicia.
Y esto ocurre en medio del confuso ambiente que crea la campaña electoral. Con debates que no son debates. Con una derecha que muestra a sus precandidatos, Pablo Longueira y Andrés Allamand, absolutamente de acuerdo en todo y convencidos de que en Chile nada hay que cambiar. Sólo pequeños ajustes que se arreglan con bonos y ayuda social menor. Con una oposición cuyos precandidatos resultan incapaces de mostrar algo nuevo. Un Andrés Velasco que se esfuerza por parecer moderno y sus planteamientos llevan a recordar al Tony Blair de los ´90. Con un Claudio Orrego que se ubica en el pensamiento democratacristiano de la década de los 60. Un José Antonio Gómez, líder radical, que pese a lo alicaído que está su Partido, defiende posiciones que hacen recordar a la social democracia histórica, pero cuyo mensaje resulta algo rancio. Y una ex presidenta Michelle Bachelet que se percibe más cansada que propositiva.
Ninguno de estos líderes parece hacerse cargo de lo que pide la gente en las calles. Da la impresión que nuestros políticos piensan que la política sigue siendo una artículo de uso personal y que la democracia es una referencia lejana que se arregla a la medida de sus intereses. Son sus veleidades, pero la aspiración mayoritaria de cambios verdaderos va por otros derroteros.