Según un concepto bastante aceptado en el pasado, el espionaje es la actividad secreta que busca conseguir información confidencial, especialmente de un país extranjero. Durante la guerra fría ese país generalmente era considerado como enemigo. No obstante, la desaparición de la Unión Soviética significó el fin del mundo bipolar y la emergencia de Estados Unidos como triunfador tras el desplome de su opuesto, lo que auguraba el desvanecimiento de la contradicción antagónica que signó la mayor parte del siglo XX. El “fin de la historia” suponía un papel menos relevante de los órganos de inteligencia, toda vez que “no había a quien espiar”.
Sin embargo, la vida se ha encargado de demostrar otra cosa. La disipación del “enemigo comunista” obligó a Estados Unidos a buscar nuevos adversarios que justificaran su enorme gasto militar, a fin de sostener una economía que incrementaba los egresos para sostener la unipolaridad hegemónica que había creado. Inicialmente, el narcotráfico y la migración de indocumentados jugaron ese papel, pero era insuficiente. Necesitaban un instrumento global que argumentara a favor de su presencia en todo el planeta, hiciera arrodillar a los rebeldes y temer a los cercanos. Las acciones terroristas del 11 de septiembre de 2001 fueron el maná salvador para las huestes imperiales. La lucha contra ese flagelo inauguró -paradójicamente- una era de terror sin límites que han sostenido por igual el republicano Bush y el demócrata Obama. Como es habitual en la política exterior estadounidense, una nueva doctrina del “todo vale contra el terrorismo” sentó las bases para el desarrollo de la peor era de barbarie en el planeta desde la entronización de la bestialidad nazi. En el plano internacional significó la invasión de países y la muerte de cientos de miles de inocentes, el establecimiento de cárceles secretas en sus “provincias” europeas, la instalación de un centro de detención en la ilegalmente usurpada base naval de Guantánamo y hasta la justificación de la tortura en la cárcel de Abu Ghraib en Irak, país que fue invadido por fuerzas de la OTAN a pesar de no contar con la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, tal como lo establecen los acuerdos y resoluciones de ese organismo y la propia Carta de la organización.
A nivel interno, el Acta Patriótica (Patriotic Act) promulgada el 26 de octubre de 2001 por el Congreso estadounidense con el manifiesto fin de incrementar la capacidad del Estado para su “guerra contra el terrorismo”, transformó en delitos una serie de acciones que antes no lo eran y legalizó la violación de la intimidad y la privacidad de los ciudadanos, desatando una paranoia generalizada que incluso han llevado fuera de sus fronteras.
En ese marco, el espionaje informático cobró nuevos bríos. El especialista italiano en derecho penal Carlos Sarzana los define como [“cualquier comportamiento criminal en que la computadora está involucrada como material, objeto o mero símbolo”. Los especialistas en la materia consideran delitos informáticos, no sólo el husmear ilegalmente en la privacidad de un ciudadano, sino también el apoderamiento de datos de investigaciones, listas de clientes, balances financieros, entre otros. Para ello existen diferentes instrumentos cibernéticos, entre ellos algunos programas especiales denominados spywares que están capacitados para monitorear a un usuario sin su consentimiento apoderándose de datos vitales que pueden ser usados para tomar decisiones que influyen en la vida personal, en la de una corporación o un Estado.
Lo curioso de todo esto es que todas estas actividades están al margen de la ley. Ya en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789 se establece en su Artículo XV que “ La sociedad tiene derecho a pedir a todos sus agentes cuentas de su administración”, mientras que el Artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU aprobada en su III Asamblea General el 10 de diciembre de 1948 en París plantea de manera prístina que “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”.
Tanto el documento -que de manera revolucionaria- echó las bases del sistema político y jurídico burgués en contraposición al entramado que sostenía los desmanes feudales de los monarcas europeos como el que modeló el sistema internacional legal vigente desde las postrimerías de la segunda guerra mundial, establecen parámetros de conducta y responsabilidad del Estado en esa dimensión.
Por otro lado, es conocido que el Estado capitalista se arrogó –y sigue haciéndolo- la potestad sobre la defensa de la privacidad de los ciudadanos. Esgrimía que en los países con gobiernos socialistas esa privacidad era violentada y usurpada por las autoridades. En un artículo publicado por la Universidad Libre de Berlín bajo el título “Lo público y lo privado” la investigadora Teresita de Barbieri argumenta en este sentido que como parte de su seguimiento histórico, “el núcleo duro de la distinción entre lo público y lo privado parece encontrarse en la teoría del contrato social. Subyace a la elaboración conceptual que cuestiona el ordenamiento feudal y posibilita la constitución de la democracia burguesa, la aparición del individuo libre –ciudadano en quien descansa la soberanía de la nación y del Estado moderno”. La misma autora establece que “Lo público y lo privado son representaciones de la sociedad que han acompañado el desarrollo del capitalismo y el proceso más global de la modernidad. Con base en la dicotomía imaginaria se recrearon y organizaron los sistemas sociales y las formulaciones normativas, se definieron espacios de competencia para las actividades económicas, políticas y culturales”.
De este debate deriva aquel que tiene relación con el derecho a la privacidad, otro de los pilares otrora defendido a ultranza como uno de los valores intrínsecos del capitalismo. Alberto Benegas Lynch académico asociado del Cato Institute, uno de los “tanques de pensamiento” más reaccionarios de Estados Unidos, fundado en Washington en 1977 recuerda al escritor anticomunista checo-francés Milán Kundera quien en su obra maestra “La insoportable levedad del ser” afirmó que “la persona que pierde su intimidad, lo pierde todo”. Todo esto nos lleva a entender que la prédica liberal de los últimos dos siglos, sostén del sistema que la alberga ha sido cuestionada por el propio gobierno estadounidense, su exponente más importante. Al respecto Benegas dice que “Por ello es que encuentro que la mejor definición del liberalismo es la que oportunamente he fabricado: el respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros. De más está decir que en esta definición se encuentra implícito el derecho a la privacidad”.
Los argumentos antes expuestos intentan aportar ideas en torno a la mirada que debemos dar a lo que se ha dado en llamar el “Caso Snowden” para tratar de superar lo meramente especulativo en torno a un elemento secundario cual es el de la condición migratoria del ex agente de la NSA y su lugar de residencia definitiva. Todo el escándalo que se ha armado pretende esconder el problema de fondo que es el grave golpe sufrido no sólo por Estados Unidos sino que por la sociedad capitalista en general cuando se comienzan a estremecer ciertos pilares que le dieron sostén por más de dos siglos. En ese sentido el “Caso Snowden” es paradigmático. Si para Estados Unidos ha significado el mayor fiasco desde la guerra de Vietnam, la visión amplia del asunto aporta otros elementos de análisis que encaminan a estudiar el tema desde un punto de vista estructural.
No se trata de pensar solamente que los técnicos de la NSA se solazan con conocer las aventurillas africanas del rey Juan Carlos o las intimidades de Dominique Strauss-Kahn, Director Gerente del Fondo Monetario Internacional que le impidió ser Presidente de Francia. Es mucho más que eso. Significa por ejemplo su capacidad para robar investigaciones de universidades, centros de estudio y corporaciones que nos hacen suponer que muchos de los “grandes” científicos estadounidenses, algunos con premios Nobel en sus áreas, son en realidad unos impostores alimentados por el despojo internacional de las agencias de seguridad imperiales. Lo mismo pude pensarse de sus aportes tecnológicos seguramente usurpados en Japón, Alemania, Francia o China. O creer que se asiste a transacciones con Estados Unidos en igualdad de condiciones, cuando sus funcionarios tienen en su poder la información necesaria para negociar desde posiciones de fuerza.
Estamos ante un país ficticio, ante un sistema inmoral de violadores del derecho internacional, de mentirosos y ladrones. Snowden, lo único que ha hecho, es ponerlo en evidencia.