“Observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento” (San Agustín, Del Génesis a la letra, Lib II, Cap. CVII,).
Lo que sabiamente aconsejaba San Agustín respecto de los cuerpos celestes en tiempos en que se creía a pie juntillas que la Tierra era el centro del Universo, es lo que debiéramos seguir en éstos en que la ciencia viene a cambiarlo todo más que de vez en cuando. Este argumento agustino fue el que esgrimió Galileo Galilei en una sentida carta a la Gran Duquesa de Toscana, en medio del juicio que se le hizo, para explicarle que aquellos que lo atacaban lo hacían más por amor al propio error, que por amor a la verdad.
La verdad hoy es que cerca de dos millones de personas, cada año, son víctimas del tráfico sexual. De esas, un millón 400 mil son niñas, y varios cientos de miles más, adolescentes y adultas que son reclutadas por las garras de la “trata de blancas”, el negocio criminal que promete convertirse en el más lucrativo del orbe en pocos años. Desplazando a los consabidos ventas de armas y tráfico de drogas, que lidera el ranking de la maldad en estos días.
Esta verdad es evidente en México, Guatemala, India o Filipinas, entre tantos otros y, sin embargo, el mundo entero prefiere obviar. Un mundo masculinamente empoderado que opta por seguir creyendo que esas niñas se perdieron en el bosque y siguen allí deambulando tipo Caperucita Roja, olvidando a los lobos que babean por ellas al verlas pasar. Prefieren seguir creyendo que son mujeres que escaparon con amantes fantasmas a destinos paradisíacos, las muy cochinas, y que el infierno les espera. Prefieren seguir pensando que ya volverán, cuando se cansen de tanto andar y encuentren el caminito de migas de pan que las conducirá de regreso a casa.
Pero hay quienes descreen de estas posibilidades. Como el Papa Francisco, que en una breve nota al canciller de la Academia Pontificia de Ciencias le pidió tratar “la esclavitud moderna”. Y, obedientemente su paisano, el obispo Marcelo Sánchez Orondo convocó a un seminario sobre el tema para el 1 y 2 de noviembre próximos. Simbólicamente, para el Día de los Santos Inocentes, es que se reunirán en el Vaticano expertos de más de una decena de países para exponer sobre una evidencia que pocos quieren ver.
Días antes de esto, en La Haya, estarán reunidos tantos otros forenses y organizaciones de DDHH y ONG´s convocados por el Comité Internacional de Personas Desaparecidas (ICMP, en inglés) en una conferencia titulada Desaparecidos: Una agenda para el futuro.
Hay quienes, como el ya famoso médico forense español José Antonio Lorente, advierten que esta cuestión será anunciada como el tema del año, por el Papa Francisco. Su trabajo en DNA-Prokids ha sido más efectivo que muchas declaraciones de buena voluntad de diferentes gobiernos y convenios en torno al tráfico de menores. El director de Identificación Genética de la Universidad de Granada ha permitido a través de su ONG que hasta hoy, 620 madres se hayan reunido con sus hijos desaparecidos, como también evitar más de 200 adopciones ilegales. La llave mágica se llama ADN. Esa verdad que nos permitirá salir del error propio que implica la fotografía y otros obsoletos medios de prueba, y entender que hoy existe la tecnología para identificar a los seres humanos, no importa cuánto hayan cambiado ni cuán lejos se encuentren de casa.
Esta es la preocupación que debiera desvelar a tantos gobernantes para decretar cuanto antes la obligatoriedad del registro de ADN al momento del nacimiento. Esto nos permitiría identificar a nuestros seres queridos donde se encuentren. Un país sísmico y propenso a las calamidades como Chile debiera seguir los pasos de Guatemala, el único que lo ha establecido por ley. Y si bien se ha avanzado, tanto como para que Chile cuente con uno de los mejores bancos de datos para el uso inteligente y confiable de marcadores genéticos, como lo asegura el especialista en genética y director del Programa Forense de la Universidad de Berkeley, Cristián Orrego, no es suficiente.