Civismo y educación pública

  • 08-11-2013

La persecución y proscripción de los partidos políticos a partir de 1973 y la disolución del Congreso Nacional dejaron en suspenso la participación democrática de la ciudadanía, aunque ello no significó que la política no siguiera operando, pues cualquier gobierno, sea autoritario o democrático, debe negociar intereses, ejercer el poder, llevar a cabo proyectos que siempre son ideológicos y producir relatos que lo legitimen. Uno de los pivotes de ese discurso durante 17 años fue la impugnación de la “política” y los “políticos”, construidos como “culpables” de la crisis del país en ese entonces.

Durante gran parte del siglo XX la identidad chilena, su núcleo de cohesión social, estuvo dada por la sociabilidad que se producía a través de la política y de los partidos, entendidos como espacios de confrontación y diálogo colectivo de las diferencias, de las negociaciones sobre el destino del bien común y del ejercicio de la democracia. Desde allí que las identidades de los grupos sociales se afincaran, en gran medida, en esas organizaciones que de un modo u otro representan los intereses de la diversidad de comunidades de la nación. Sin duda, la sistemática desvalorización de la política como instrumento de acuerdos y avances impactó en nuestra cultura cívica.

La formación de muchos de quienes asumieron —y asumen— las más altas labores del gobierno del bien público, desde los inicios de la vida independiente radicó en la universidad. Y la Universidad de Chile, institución del Estado, laica y pluralista, fundada y orientada a desarrollar el progreso del país, fue el espacio en el cual se anidaron los líderes de las más diversas disciplinas, pero especialmente los servidores públicos. En una academia donde priman los valores republicanos y la idea de un progreso en democracia, con el norte puesto en los sectores más desprotegidos, con la misión de constituirse en la vanguardia de las ciencias, el arte, las humanidades y las ciencias sociales, y especialmente con la vocación del servicio público, los líderes egresados de la Universidad de Chile han ido labrando gran parte de la historia política, cultural y social de nuestro país.

Hoy observamos múltiples fisuras de nuestro tejido social, afectado por las desigualdades, la segregación y la exclusión. Esas hendiduras son el corolario del modo en que hemos concebido en estos últimos años las políticas públicas y sobre todo las ligadas a la educación, con un privilegio de la cobertura por sobre la calidad y la igualdad de oportunidades y una provisión de recursos que dejó en la precariedad a la educación pública.

Calidad en la educación implica que desde los niveles iniciales hasta los superiores niños y niñas, jóvenes y adultos reciban una formación que promueva liderazgos democráticos, un civismo que coloque al ser humano y sus derechos como el centro, así como un ethos donde el bien común sea el norte de su accionar, y no el lucro y la ganancia individual.

La educación pública tiene como misión el fomento y respeto a las diversidades, a la libertad de pensamiento, a la tolerancia y a la búsqueda de proyectos colectivos, para contribuir con una relectura de los problemas del país y de los modos de ejercer la política, y sobre todo con una nueva valoración del ejercicio de la política. La recuperación de su prestigio pasa por la formación humanista e integral de las nuevas generaciones, de sólidos conocimientos y herramientas para la vida actual cambiante y mundializada, de una postura donde la igualdad en la diferencia sea el horizonte y donde la innovación no sea enemiga de la historia y de la reflexividad.

En este proceso, la estatal Universidad de Chile tiene un rol fundamental: formar líderes, hombres y mujeres, en ambientes en que se vivencien los valores republicanos, la excelencia, la diversidad y la misión de pensar libremente en el país, con sensibilidad profunda sobre las exclusiones y las desigualdades, para desde ahí ejercer la política y el emprendimiento y actuar en el diseño y ejecución de los proyectos que tiendan a superarlas. A la luz de los malestares sociales que aquejan a la sociedad chilena, podría decirse que a nuestras políticas públicas les hace falta hoy mucha más Universidad de Chile.

Solo el fortalecimiento de la educación pública así concebida garantizará que el capital simbólico no se acantone en las élites y que quienes ejerzan los cargos políticos comprendan que la equidad, la excelencia y la diversidad son claves a la hora de pensar en los proyectos de renovación que el país necesita.

La política podrá así ser nuevamente una herramienta, un dispositivo para construir una sociedad donde todas y todos puedan sentirse dignos, contemplados y valorados, pero sobre todo construyendo colectivamente el futuro del país.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

Presione Escape para Salir o haga clic en la X