Regresaba de Los Andes al diario.
Con mucha premura para escribir y editar el reportaje antes de la cercana hora de cierre.
El radiotaxi aumentaba la velocidad.
De pronto, un letrero me llamó la atención. Detrás de una alambrada de púas agresivas, un anuncio insólito en letras grandes y burdas: Vendo ilusiones.
Mi espíritu romántico se desconcertó.
¿Cómo poner precio a esa sutileza del alma? ¿Qué significa incorporar a las violentas leyes del mercado tan finos alientos? ¿Puede la economía medir algo fino e íntimo?
Héctor Rojas Erazo, el creativo reportero gráfico, sacó sus cámaras y captó la escena que ofendía mis sentimientos.
Al llegar al periódico, reveló los rollos y me entregó las fotografías.
Solo entonces advertí la realidad: se trataba de flores llamadas ilusiones.
Se restauraron las heridas de mi sensibilidad.
En contraste, decidí proclamar: ¡Regalo ilusiones!
Ha sido el lema de mi vida. Un pintor amigo lo escribió en una cerámica que pegué en la fachada de mi casa puentealtina.
Aún permanece allí, como un escudo.
Un vecino se desasosegaba porque –en mi ausencia- los transeúntes le preguntaban a él.
Cuando tocaban el timbre Magdalena, mi asesora de larga data, respondía con sarcasmo: “Mi patrón regala iIusiones… de noche”.
Me mudé a un departamento aledaño al parque Bustamante. Coincidió con un viaje a París. Allí un amigo argelino de mi querida sobrina francesa Isabel K. me pintó con letras muy artísticas otra cerámica con igual leyenda.
Todavía se luce en el pórtico de mi nuevo domicilio, en un cuarto piso de un edificio señorial.
En las proximidades de Navidad lo evoco, en medio del vértigo irresponsable de publicidad y regalos de precios demenciales.
La competencia desdibuja la esencia de esta fiesta sagrada: el nacimiento del Niño Jesús en un pesebre de Belén.
Esa escenografía de humildad, pobreza y amor constituye la sustancia de lo que debemos celebrar con piedad, devoción y fe.
No es coherente que en Chile, en un tórrido verano, aparezca un gordo Viejo Pascuero con un asfixiante traje nórdico.
El mercado sin frenos no interpreta la venida del Hijo de Dios, en la sencillez de la joven María y el anciano José, en el entorno de pastores y animales.
En esta hora debemos unirnos en su vecindad, con oraciones, gestos de armonía y reconciliación profunda.
La electrónica ha reemplazado a los juguetes de madera: palitroques, caballitos de balancín y camiones con ruedecillas simples.
Las muñecas de trapo con que disfrutaban ingenuamente las niñas de antaño son sustituidas por tabletas, teléfonos celulares y microcomputadores.
La publicidad agobia, aplasta, anula.
La distorsión es aguda y maldadosa.
Hay que retornar a la clave maestra: el sentido de sencillez, bondad y ejemplo de la cueva en que nació el pequeño Salvador, cuando sus padres huían rumbo a Egipto.
Por eso en esta Navidad, regalo ilusiones.