No cabe duda: el vestuario, la banda sonora, y un reparto estelar pueden mejorar una película, incluso en este caso, presumirla con desmesura; ese irresistible elenco, Bradley Cooper, Christian Bale, Ammy Adams, Jennifer Lawrence y Robert de Niro, no se podría concebir – pensaría cualquiera – si no como la mejor película del año; retrato coral, artístico, sutil, y perdurable: pero no. Escándalo Americano (2013) es una película correcta, aceptable en su calidad. Su interés está justificado: sí, un retrato de época sobre estafadores de baja calaña, tan ambiciosos y entrañables en esa instintiva épica miserable, en su búsqueda del sueño americano, como simplones y previsibles; un triángulo amoroso, eróticos escotes, un interminable baile de pícaros enmascarados en búsqueda de pequeños sueños rotos, más una buena musicalización – en bandeja: eran los años 70s – y, sobre todo, pero por sobre todo, una sospechosa y declamatoria pretensión artística de autor.
Lo demás: lo demás se lo dejamos al milagro irreducible de la mercadotecnia hollywoodense, a una misteriosa veneración platónica hacia su director, y el embriagamiento culposo e incomprensible de alguna crítica especializada; en Chile – salvo conocidas excepciones – cada vez más de inconmovible y acrítica. La pregunta es: qué filamentos tocará David O’ Russell (El Luchador, El lado bueno de las cosas), que conecta tan bien con la masividad y a la vez con cierta crítica especializada de cine.
Carlos Boyero, crítico de cine español, describió con acierto algo que es visible sin mayor esfuerzo: define eso que llamaremos cierta vanidad narrativa en el director como “desmesurada voluntad de estilo, de originalidad, de excentricidad inteligente”. “(…) Y todo al final es irritantemente vacuo, manierista y aburrido (…)”, remata el crítico del El País sobre la película que cuenta con 10 nominaciones a los Oscars. Quizás la portentosa publicidad y las expectativas desmesuradas, tensaron tanto el arco, que después no hubo forma de volver atrás, dejando un espacio para la decepción. Lo cierto es que si bien la película funciona y logra tener unidad estética y contar una historia, 138 min se hacen largos, plagado de bostezos.
Y es que David O’ Russell, nos dice de muchas formas que lo miremos, opera con una lógica de pavoneo narcisista para que nos fijemos en la prolijidad de la fotografía, la intensidad de los personajes, los detalles del vestuario y la intriga, que siempre es demasiado sugerente, demasiado prometedora, con personajes contenidos en una locura calculada, no desatada como en El Lobo de Wall Street, por género y nominaciones, su principal antagonista para los premios Oscar. Obra mayor cuyo director, Martín Scorsese da un golpe magistral de libertad creatividad y amor por el riesgo. El Lobo de Wall Street es una bellísima bomba de relojería que en cualquier momento estalla en la moral de espectador con una honestidad brutal, inigualable poder de fascinación, con un ritmo narrativo aplastante por mórbido frenesí, regalando escenas que quedarán y seguirán perturbando a distintas generaciones por un realizador que vuelve en gloria y majestad, con la libertad que entrega la radicalidad de los años. Y aunque, resignando la ventaja comercial de no ser una película familiar, anhela un lugar más ambicioso en la mitología del cine; sus verdades para un público más sensibles pueden ser inasumibles y asquear por la pérfida manera de contar los hechos, la amoralidad narrativa de hablar de esa historia: una pandilla de brókers de bolsa, cocainómanos encorbatados, adictos al sexo, millonarios de la noche a la mañana por estafar a la clase media norteamericana. Una quirúrgica disección al Sueño Americano hecho pedazos por unos especuladores financieros, artífices del cataclismo económico mundial de hace sólo algunos años, muchos de ellos libres, sin castigo. “Lo difícil es ganar miles honradamente. Los millones se amontonan sin trabajo”, decía Gogol hace dos siglos, constatando que la picaresca social tiene continuidad en nuestros días.
Pero retomando los Oscar, es posible que Escándalo Americano gane estatuillas a mejor vestuario, banda sonora y obtenga quizás algún Oscar a actor de reparto o secundario. Pero eso no cambia nada: veremos la ceremonia con malhumorada resignación, insensible a las decepciones, esperando que se ajusticie a los mismos de siempre, aceptando que obedece más a criterios mercantiles de una industria todopoderosa, que a méritos cualitativos. No en vano, Tarantino como Paul Thomas Anderson, dos de los directores más originales de nuestros tiempos, nunca obtuvieron un Oscar a mejor director o película, pero esa lista es obscena e interminable, así que pasaremos, esperando un nuevo y escandaloso timo de Hollywood o quien sabe, fantasear con otro reconocimiento al viejo Lobo del cine, Martín Scorsese, o algún secundario como Tía Emma –uno de sus personajes en El Lobo de Wallstreet –, que en una frase resume el secreto del inspirado arte de Scorsese: “The risk keep us young”-El riesgo nos mantiene jóvenes-. Que así sea.