Diputados democratacristianos han pedido al Ministro de Hacienda, Alberto Arenas, que incluya en la propuesta de reforma tributaria un aumento de 30% del impuesto específico a los alimentos ricos en azúcar y sal, solicitud que el secretario de Estado se ha manifestado dispuesto a evaluar.
Según los diputados Silber, Farcas, Monsalve y Robles, la medida tendría incidencia en una baja de entre 2,2% y 3% de la obesidad infantil y, “además” recaudaría más de US$ 500 millones. En palabras de Silber “esta reforma en el mediano y largo plazo va a salvar vidas y desde esa perspectiva ya contamos con el respaldo de 50 parlamentarios, lo cual robustece y le da cierta certeza a su avance “.
Investigaciones realizadas en EE.UU. y Europa -cuando en esas áreas se discutían estos temas-, empero, muestran que si bien los llamados “impuestos a los males” son efectivos para recaudar más dinero para el Fisco, no tienen efectos sustantivos sobre los hábitos no saludables, como, por lo demás lo hemos comprobado en Chile, tras aplicar una alta tributación al consumo de tabaco: ni las alzas de impuesto, ni las leyendas o fotografías catastróficas en los paquetes de cigarrillos y ni siquiera las prohibiciones de fumar en espacios públicos cerrados, han conseguido disminuir de modo relevante el consumo del producto y, por el contrario, en la juventud -y especialmente entre las mujeres- el hábito ha aumentado.
Desde hace siglos, líderes religiosos y políticos, autoridades de buena voluntad y salvadores de la humanidad han intentado construir conductas a través de las leyes. Pero, en los hechos, los hombres han seguido comportándose de acuerdo a sus propios aprendizajes, vicios y virtudes. Esto ha sido así incluso cuando las trasgresiones eran sancionadas con duros castigos físicos: apenas el controlador se ausentaba, la conducta interpelada reaparecía. Sólo quienes a través de la educación, conciencia y convencimiento adoptan determinados cánones éticos y conductuales, mantienen sus convicciones. “Viejo moro, nunca será buen cristiano” decían en épocas pasadas. Es cierto que el tabaquismo, el alcoholismo, así como el uso excesivo de otras drogas, siendo decisiones individuales, terminan como un costo adicional para la sociedad. En Chile se calcula que las pérdidas de patrimonio social producidas sólo por el alcoholismo se elevan a más de US$ 600 millones anuales. De allí que podría justificarse que autoridades busquen modos de evitar ese impacto regresivo -que afecta a unos con las consecuencias de actos ajenos- a través de medidas que desincentiven tales conductas, en el entendido que éticamente nadie debe ser peso de otro, sin una muy debida justificación.
Sin embargo, dada la probada ineficacia del uso de impuestos para modificar conductas y que lo único seguro para un comportamiento sustentable, acorde con la salud individual y el menor costo social, es la conciencia personal, pareciera más lógico que propuestas apuntadas a un buen vivir no se confundan con políticas en lo tributario y se planteen, ambas, en los ámbitos que le son pertinentes: las alzas de impuestos a lo suyo, es decir, recaudar más para los gastos crecientes del Estado; y la vida saludable, con propuestas dirigidas al complejo ámbito de actividades que exige y que abarca desde la educación, comunicaciones, acciones sociales preventivas y curativas, hasta el deporte y la cultura para un mejor uso el tiempo libre.
El elogiable deseo de los diputados DC de aportar a una mejor calidad de vida de los chilenos, en especial contra la obesidad que como plaga está afectando especialmente a sectores de menores ingresos, debido, entre otras cosas, a la prevalencia de un menú definido por los menores costos de carbohidratos y grasas, versus las más caras proteínas, choca, empero, contra una convicción social cada vez más acendrada: una mejor alimentación es más un tema de información, entornos educados en conductas saludables, mayor producción y productividad en la generación de estos bienes para abaratar sus precios, que una cuestión de mera represión del consumo. Políticas coercitivas como la planteada pueden provocar el efecto inverso: encarecer los bienes castigados con más impuestos, afectando su producción formal y empleo asociado y estimulando la evasión, sin que, a la vez, el mal hábito se reduzca de modo proporcional al deterioro económico que implica sobre esas industrias.