El silencio del hambre es tan profundo como el aroma de las orquídeas. Hiere la mirada, aquella que intenta lacerar la conciencia de un país que mira hacia otro lado, después de todo –como ha sucedido históricamente– la muerte de un mapuche es un modo particular de plasmar la idea de que el conflicto en el sur es un problema arqueológico. El mapuche vitrificado en el tiempo y en el espacio: un problema del pasado, acaso una brizna perturbadora que solo amerita atención de tanto en tanto para asegurarse que el mapuche no se despetrifique, que no despierte de su supuesta hibernación. Entonces, hay que acallarlo, silenciarlo con más silencio y, por sobre todo, con violencia. Pero el Estado chileno no entiende, ni nunca ha entendido, que el mapuche sabe mucho más de silencios que las clases dominantes, porque de alguna manera ha sido forzado a convivir con éste, a susurrar sus iras, a cubrir sus pisadas, a desplazarse en la noche para alimentarse de más silencio. Pero el silencio mapuche nada tiene que ver con sumisión o rendición, muy por el contrario, es una cascada de silencios que mediante su lucha se convierte en un grito de alerta para que todos sepan que el mapuche nunca ha estado fosilizado. Y esos gritos emergieron con más fuerza en las últimas dos décadas interpelando al poder chileno el cual, desconcertado, recurrió a la represión y a una guerra de baja intensidad que hizo trizas los silencios.
Una de las consecuencias de la violencia estatal son los presos políticos mapuche que, aun habiendo juicios formales, son condenados de antemano por su condición indígena. Se les aplica la Ley anti-terrorista y se utilizan testigos secretos que aportan dudosas pruebas para, finalmente, en rituales ensayados con anterioridad, los acusados sean sentenciados y encarcelados. Es este el contexto en que debe comprenderse la actual huelga de hambre de tres comuneros mapuche en el presidio de Angol. Leonardo Quijon, Cristian Levinao y Luis Marileo demandan la revisión de sus causas, el traslado al Centro Penitenciario de Estudio y Trabajo de la ciudad y el indulto humanitario de José Mariano Llanca, aquejado de una grave enfermedad. En este último caso, el ministro de justicia, José Antonio Gómez, ha puesto en duda la condición de salud de Llanca, solicitando nuevos informes médicos. Es curioso y sospechoso que se trate de esta manera a una persona a quien le quedaría poco tiempo de vida cuando en ocasiones anteriores la misma coalición política ha indultado a violadores de los derechos humanos. En 2005 el presidente Ricardo Lagos, en el más absoluto de los secretos, procedió a indultar al suboficial de ejército Manuel Contreras Donaire, uno de los asesinos del dirigente sindical Tucapel Jiménez en 1982. Este fue secuestrado y degollado por agentes de la Dirección de Inteligencia del Ejército. Llanca no ha plagiado ni matado a nadie, sin embargo se le niega la posibilidad del indulto por razones humanitarias, los mismos motivos esgrimidos por Lagos para indultar al militar. Y, por cierto, el argumento humanitario fue también el recurso utilizado por el ex presidente Eduardo Frei para lograr la libertad del dictador Pinochet. La vida de un mapuche vale menos, al parecer, que la de asesinos como Pinochet y Contreras.
Y que vale menos queda en evidencia ante el asesinato de cuatro comuneros mapuche: Alex Lemun, Matías Catrileo, Jaime Mendoza, Rodrigo Melinao, y el desaparecimiento en 2005 del joven de 16 años José Huenante. Los responsables de los crímenes son carabineros, pero ninguno de ellos está preso, aunque el jefe de la Octava Zona de Carabineros, general Iván Bezmalinovic, recientemente reconoció su responsabilidad de mando en la muerte de Jaime Mendoza Collío, ocurrida en 2009. Estos tardíos reconocimientos no conducen a aclarar los homicidios ni a encarcelar a los culpables, pero sí son parte de la violencia simbólica ejercida sobre el pueblo mapuche. Porque, por un lado, se reprime violentamente a las comunidades y al movimiento mapuche y, por el otro, se urden palabras y discursos que aparentan preocupación, pero que en los hechos constituyen una burla. El general se jacta de su responsabilidad de mando, pero ni renuncia ni acepta ser sometido a juicio por su accionar.
El silencio del hambre es tan profundo como el aroma de las orquídeas y puede llevar a la muerte, particularmente por la intransigencia de un gobierno que detesta la indianidad sublevada. Ha transcurrido un mes desde el inicio de la huelga de hambre y solo ahora, debido a las movilizaciones de los propios mapuche, se ha fragmentado el silencio oficial y obligado a las autoridades a conversar con los huelguistas, aunque sin resultado alguno. Sabemos que para algunos la memoria es convenientemente frágil y hermana del silencio y de la impunidad, no obstante no podemos sino evocar la huelga de hambre de prisioneros irlandeses en la cárcel de Long Kesh en Irlanda del Norte en 1981. 10 huelguistas, miembros del Ejército Republicano Irlandés (IRA), fallecieron en esa oportunidad. Su líder, Bobby Sands, murió a los 66 días de huelga. El 5 de mayo fue su deceso, y ahora en el mismo mes –33 años después– tres mapuche apelan al último trozo de territorio donde ejercen soberanía: su cuerpo. Buscan hacer estallar el silencio chileno para callar su propio silencio que es otra forma de gritar su legítima lucha.