Hay algunos a los que molesta pero no se atreven a decirlo. Sería políticamente incorrecto. Pero esto de que la participación de las mujeres en política esté aupada por cuotas especiales, es algo que no debiera dejar indiferente a nadie. No se trata solo de un privilegio de género. Va hasta entroncarse con la vía central de nuestro sistema de convivencia. Sin embargo, hasta ahora parece que es visto nada más que como un paso algo rocambolesco.
En realidad, resulta indispensable que la mujer siga avanzando para alcanzar igualdad de derechos en la sociedad. Y el campo político aparece como un pilar básico. Es el punto de abordaje hacia metas más globales. Hay que reconocer que en ese ámbito en Chile estamos atrasados. Más de la mitad de nuestra población la componen mujeres y eso no se ve reflejado en el Parlamento ni en la cúpula gubernativa. De 23 personeros con rango ministerial, nada más nueve son mujeres. En la Cámara de Diputados, ellas ocupan 19 de los 120 curules. Y en el Senado, entre los 38 legisladores, solo seis ponen el toque femenino. La participación general de las mujeres en política llega a alrededor de 13%. En América Latina, en cambio, el guarismo se ubica en 20%. No podemos ufanarnos de estar en la cúspide. Ni ser jaguares, ni milagro, en esta materia. En el trato salarial, los resultados también nos desfavorecen. Simplemente vamos atrás y aparecemos como exponentes machistas decimonónicos. Por lo tanto, bien por las cuotas, incentivo que en otras latitudes ha dado resultados positivos.
Desgraciadamente, estas iniciativas o acciones aisladas no son la panacea ni aseguran resultados definitivos. Tenemos una mujer presidenta que fue reelecta, pero eso no ha cambiado las cosas. Las mujeres componen el 53% del padrón electoral y eso tampoco ha determinado cambios profundos en la mentalidad local. Ahora estamos copiando soluciones foráneas y, ojalá, funcionen. Sin embargo, en otras áreas no ha sido así. En educación, nos encontramos librados a las leyes del mercado, incluso en la educación municipal. Nuestro apego a los dictados de Milton Friedman es único en el mundo. Hemos llevado sus teorías a límites que superan la práctica de países desarrollados y con una identificación que, se supone, más radical con el capitalismo, como los Estados Unidos, Alemania o Inglaterra. Ahora queremos cambiar la educación porque la que se entrega aquí no es equitativa ni de calidad. Y el gran debate se centra en la reforma que ha planteado el gobierno de la presidenta Bachelet. Pero hasta ahora sólo se discute acerca su gratuidad, del lucro, de la calidad. Pero nadie ha dicho que queremos lograr con la educación. ¿Seguirán siendo la competitividad y el exitismo los parámetros que la definirán? ¿O buscaremos que los chilenos y chilenas puedan encontrar, en su diversidad, sus objetivos? ¿Continuaremos con la mirada hacia fuera o maestros y estudiantes aprenderán a conocerse a sí mismos?
Con las cuotas e incentivos para llevar a las mujeres a la política podemos hacernos peguntas similares. Porque, en definitiva, de lo que se trata es de poner las bases para una sociedad que no siga los lineamientos de un sólo género y obligue al otro a adecuarse. Eso es más que una reforma. Se trata de un cambio estructural. Porque hay que recordar que no basta con la representatividad política. Cada género requiere ser respetado en sus objetivos esenciales. Y uno de los primordiales en la Humanidad lo lleva consigo la mujer. Sin que se proteja su capacidad de concepción, es imposible pensar en la existencia humana. Y eso debe tener un trato que no abarque sólo el ámbito laboral. Es necesario pensar en una acción más decidida del Estado para entregar la capacitación adecuada mientras privilegia, porque así lo impone la naturaleza, su maternidad. Finalmente, la concepción debiera ser mirada como una tarea de todos. Eso no ocurre en una sociedad machista, como la que tenemos, por mucho que haya declaración en pro de la integración y del respeto a las diferencias.