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El gran papel del cuoteo político

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Miércoles 14 de mayo 2014 17:22 hrs.


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Cuando asume un nuevo gobierno se produce la consabida repartición de los principales cargos públicos entre los triunfadores. A cada partido se le asigna una cuota y son principalmente éstos los que disponen quienes los van a ocupar. Me consta que en el pasado se hablaba, incluso, de una cuota correspondiente al propio Jefe de Estado, en que éste se reservaba nombrar a sus amigos más cercanos o parientes, aunque en realidad todos los altos cargos fueran de su confianza, según lo dispuesto por la institucionalidad vigente.

En la práctica, muchas veces el Presidente de la República ni siquiera se entera de los méritos de uno y otro designado, confiándole  a quienes están en su entorno  esta incómoda faena de los nombramientos , cuanto la necesidad de dejar contentos a todos los partidos políticos y operadores que siempre  reclamarán mayor gravitación en el Ejecutivo. A la vez que un satisfactorio acceso a los recursos fiscales, sueldos, gastos reservados y de representación que vienen añadidos a las distintas funciones del gabinete presidencial, las intendencias,  las misiones diplomáticas y las empresas del Estado, entre otras reparticiones.

“Despostado el animal”, como se dice en jerga política, esta asignación cuoteada de cargos será decisiva en la mantención de la fidelidad con el Gobierno de todos los llamados a integrarlo. Y así, concluido este proceso, a las colectividades ya les será muy difícil romper con su gobierno, trasladarse a la oposición, asumir autonomía o “volver a la calle”.

En efecto, nada opera mejor para la cohesión del oficialismo que estas designaciones. Para instalarse en un cargo,  muchas veces basta con ser un militante disciplinado y tener la confianza de las cúpulas políticas. Sin embargo, retirarse de éste es siempre complejo y supone rearmar equilibrios y compensaciones.

De allí que los rumores y especulaciones de rupturas casi siempre caen en el vacío. Ni siquiera durante la administración de Sebastián Piñera se produjo un quiebre drástico entre La Moneda y aquellos dos partidos oficialistas que pasaron mostrándose los dientes entre sí, como con el Presidente de la República. Y eso que en la derecha parecía más fácil que cada cual partiera por su lado,  tratándose de gente que, sin duda, podía retornar con más facilidad a la actividad privada que las actuales autoridades en que a tanto se les haría tan difícil otro desempeño que no sea dentro del ámbito político. El poder seduce, sin duda, y aferra en sus cargos a quienes lo disfrutan.

Tampoco es posible que las fidelidades y equilibrios se desbaraten en el Congreso Nacional, aunque la historia de estos últimos 25 años demuestra que cada cierto tiempo surgen algunos personajes díscolos. Pero también en estos casos los desacuerdos suelen durar hasta que las colectividades políticas empiezan a estructurar las nuevas listas de candidatos.  Qué duda cabe que aunque en la prensa algunos obtengan tribuna, imagen o cuña, lo cierto es que a la hora de votar, diputados y senadores se demuestran muy disciplinados y las enmiendas que experimentan los proyectos del Ejecutivo las consiguen más bien los parlamentarios opositores y, sobre todo, los grupos fácticos a través de su incisivo lobby. En estas representaciones escénicas es, muy probablemente, donde se funda parte importante del descrédito de la política. En estos mismos días, y al momento de votar,  se ha comprobado el alineamiento casi absoluto del oficialismo respecto de la Reforma Tributaria y la primera propuesta educacional, pese a todas las bravatas precedentes. Y es así como, en el caso de la iniciativa del ministro Eyzaguirre,  éste condescendió sólo con una modificación planteada por Renovación Nacional para así sumarle más votos a la idea de legislar para crear la figura del “interventor” universitario.

De allí es que nos parezcan ingenuos ciertos cálculos que se hacen desde la oposición o de la izquierda extraparlamentaria sobre la posibilidad de un disenso grave al interior del oficialismo. Más bien lo que hemos notado es la voluntad del Ejecutivo de imponer su programa con menos contemporizaciones que antes, cómodos como están en La Moneda de su holgada ventaja numérica de diputados y senadores,  después del descalabro electoral de la derecha.

También pensamos que la irritación de los opositores con el Gobierno, más que real,  es una impostura, una estrategia para que las reformas no vayan a traspasar los límites definidos por la institucionalidad y el modelo económico vigente. A ciencia cierta conscientes de que en el Programa de Michelle Bachelet  no augura cambios drásticos o revolucionarios.

Desde la izquierda extraparlamentaria sería majadero confiar en una posible escisión o crisis del oficialismo, o en la posibilidad de consolidar alianza, en el futuro, con quienes pudieran abandonar el  Gobierno. Porque ya se ve que el discurso altisonante de algunas viejas figuras de la Concertación no hay más el deseo de mantener un perfil progresista que les cause dividendos electorales, mientras que el sistema institucional heredado de la Dictadura posterga sus reformas más acuciantes y el modelo económico no sufre alteraciones, ni da pasos consistentes hacia la tan proclamada equidad.

Ya está más que demostrado que el bálsamo más efectivo de la unidad es el gozo común y bien repartido del poder.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.