Hacer cultura

  • 26-05-2014

La palabra cultura admite en muchos idiomas, también en el nuestro, una pluralidad de usos y sentidos. Tan interesante como las diferencias pueden ser los puntos de encuentro. Sin duda no es lo mismo hablar de cultura del vino que de cultura a secas, como tampoco es lo mismo hablar de cultura popular que de alta cultura. Y sin embargo… Siempre se trata de una manera de ser y de hacer. Por lo mismo, a menudo se asocia la palabra cultura a la palabra identidad. Sin ser sinónimos, los términos dialogan, tejen un sinfín de relaciones y nos dicen que un país admite múltiples formas de ser y de hacer.

Hace unos días en su comentario radial (Cultura es Noticia), la periodista Vivian Lavín subrayó que quizás sería conveniente usar el plural: hablar de culturas. Es muy cierto. Pero también podría ser que, aun en singular, la palabra tuviera esa cualidad de ser plural. Por ejemplo, a la hora de reconocer y respetar la diversidad de los pueblos llamados a coexistir en un mismo territorio (Vivian Lavín se refería ese día a la voluntad expresada por la presidenta de la República de hacer una consulta a los pueblos originarios sobre la creación de un Ministerio de Cultura y Patrimonio). Pero también a la hora de considerar más generalmente la noción de patrimonio (material, inmaterial). Y, más allá, se podría incorporar a este tipo de visión plural todo cuanto emana de ciertos oficios (imagino un museo “vivo” de los oficios, especialmente de los oficios y las artes populares, para contarle al visitante quiénes somos y quiénes hemos sido en la figura, por ejemplo, del chinchinero). Y más allá todavía: incorporar todo lo que nos remite a la cultura popular. Esa cultura que no siempre ha sido reconocida como tal y que, sin embargo, nos distingue en nuestro modo de hablar, de reír, de añorar, de pensar, de hacer música, de cantar, de escribir…

Y es que a menudo las llamadas políticas culturales han sido diseñadas dándole la espalda a lo popular. Por un lado, tendríamos “eso” que emana y es gusto del pueblo. Por otro, “la” cultura en su relación específica con las artes o con cierto tipo de artes. Diversas experiencias demuestran que tales oposiciones existen sobre todo para los administradores pero no de igual forma para los creadores. Así, por poner un ejemplo que me es familiar: Molière, el actor y dramaturgo francés, forjó su arte en la calle mucho antes de ser el protegido del rey. Su arte –sus temáticas, sus personajes, la manera de ponerlos en escena y de hacerlos hablar– se nutre de la calle y de lo que el artista vivió, observó recorriendo su país (pero también inspirándose en artistas de otras nacionalidades: italianos y españoles sobre todo). Que a la muerte de Molière se haya fundado la Comedia Francesa y que a la Comedia Francesa no sea bien visto entrar con los pies embarrados, como los tuvo él, es una de esas ironías que marcan también la vida de los pueblos. Pero Molière sigue estando. No solamente en los teatros, en los colegios, sino también en el hablar de todos los días. Y sigue estando sin duda gracias a esa doble circunstancia: haber sido un artista popular (tanto en su formación como en su relación con el público) y haber contribuido a forjar la institucionalidad que iba a ser capaz de transformar su obra en legado.

Francia, desde ese punto de vista, constituye un puesto de observación interesante para abordar ciertas contradicciones. Se trata de un país donde hacer política y hacer cultura van juntos. Y si uno toma ese hilo, se advierte con bastante claridad que los países no nacen: se forjan, se construyen, la mayoría de las veces con gran indignidad, en una lucha cruenta contra el resto de mundo; pero también, en ocasiones, como tocados por la varita de no se sabe qué tipo de gracia. Así, la cultura en Francia no fue el barniz que se le puso al edificio una vez levantado sino uno de los principales cimientos de la construcción. Francia es, fundamentalmente, su cultura. Y así existe para los demás. Pero, extrañamente, en ese país en el que uno de los mitos fundadores sigue siendo el de la Revolución de 1789, la Cultura –siempre con mayúscula– no se democratizó. No se democratizó aunque sea “masiva” y aunque esté presente en todos lados, también en las escuelas. No se democratizó a pesar de la creación de un Ministerio de la Cultura en 1959 por la acción de uno de los más importantes estadistas que tuvo Francia (nos guste o no), el general De Gaulle. ¿Y a quién le encargó tamaña obra? No a un gestor, no a un administrador. A un creador. A Malraux… Pero ni siquiera Malraux, a pesar de su preocupación y sus esfuerzos por lograr el máximo acceso a “la” Cultura, pudo desprenderse del prejuicio original: la Cultura, las Artes y todo cuanto atañe, en este caso, a la creación artística… son un lujo. Un lujo al que hay que poder acceder. Un lujo que hay que volver accesible a la máxima cantidad de gente posible en un proceso complejo de formación (algunos dirán de dominación). Pero cuando digo que no hubo democratización, me refiero al hecho específico de que en ese país ya desprovisto de reyes, la cultura siguió estando asociada a la idea de una ascensión e incluso de un ennoblecimiento en una visión que –desde el Estado– nunca dejó de ser elitista.

¿Se puede cambiar de óptica? Se puede y muchos lo hacen. En estos días en que en nuestro país, pero también en Argentina, se aborda el tema de la creación de un Ministerio de Cultura, es bueno poder discutir estos temas. El gobierno chileno ha dado señales de querer debatir, ha generado distintas instancias para hacerlo y recalcado la importancia de la participación ciudadana. Sin duda se puede y se debe ahondar más. No limitar el debate a sus aspectos más prácticos dando por sentado que todos entendemos lo mismo cuando decimos cultura. Aprovechar esta coyuntura para volver a cuestionar lo que unos y otros pueden querer cuestionar.

Por mi parte, me interesa esta pregunta: ¿Qué relación se establece entre las personas mediante la cultura? Me preocupa la no verticalidad de esa relación. Definitivamente me parece importante poder apostar a un modo de intercambio que se parezca al horizonte tal como se observa en las llanuras. Me parece importante que la cultura – minúscula, mayúscula, diversa, plural– sea pensada como una relación entre iguales y que esa igualdad sea el principio y el fin de todo lo que se gesta con ayuda del Estado. Por lo mismo, encuentro más que preocupante la relación que hoy parece primordial entre cultura y mercado. Es llamativo el vocabulario que se usa para referirse a temas culturales: cada vez más se habla de producto ahí donde se supone que tenemos obras. Está claro: no hay ninguna razón para no considerar que la cultura es parte fundamental de la “riqueza” de un país y que constituye un “bien”. Ocurre que ese bien es bien común… es bien de todos que puede y debe ser defendido como tal. Lo que implica previamente una tarea de reconocimiento. ¿Qué es lo que como país queremos valorar? ¿Con qué fin? ¿Desplegando qué tipo de herramientas? Como lo han subrayado tantos observadores, la cultura no es el afuera de la formación ciudadana sino una de sus principales herramientas. Desde este punto de vista, no da lo mismo saber qué se lee, qué se escucha, qué se ve, qué saberes se valoran y, más allá, qué se comparte en esa relación cultural que a diario protagonizamos los ciudadanos. Sin hablar del margen de libertad que tenemos o no tenemos frente a las invasiones por parte de ciertas potencias y de la formación de gustos y del disgusto que avanza en ausencia de una política cultural que sea portadora de un proyecto de país.

En el Día del Patrimonio la idea de una defensa se hace más patente todavía. Pero esa defensa –necesaria, crucial– debe poder articular los tiempos. Siento que no sólo se trata de defender lo que hemos hecho y lo que hemos sido sino también de generar las condiciones para que advenga lo que podríamos ser. Hacer.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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