En pocos días más la Universidad de Chile tendrá nuevo rector elegido por la mayoría de los votos de los académicos, sin que todavía, después de 40 años, los otros dos estamentos de nuestro plantel recuperen el derecho a elegir también a sus autoridades superiores. El doctor Ennio Vivaldi asumirá el cargo en la insistencia por conseguir un “nuevo trato” del Estado a su más antigua y prestigiada entidad de la Educación Superior.
Desmembrada e intervenida por la Dictadura, la Universidad de Chile siguió afectada por el desdén de los gobiernos que sucedieron al Régimen Militar los que, incluso, fueron más propicios todavía a la proliferación de toda suerte de universidades privadas que, con cuantiosas asignaciones fiscales, se dedicaron a lucrar y contrariar sistemáticamente la Ley. Sin que las autoridades les impusieran siquiera condiciones y supervisión alguna a la calidad de su enseñanza.
Es más, desde el ministerio de Educación, hubo quienes visualizaron la oportunidad de fundar o ser contratados por planteles que ahora se demuestran sin idoneidad, y cuyo propósito más evidente era obtener dividendos de la educación pagada, de la recaudación de los aportes de los padres y apoderados, el endeudamiento estudiantil con los bancos y las millonarias compraventas de muchos planteles. De esta forma es que no dejan de tener razón quienes sospechan de los propósitos actuales de recuperar la educación pública, sobre todo cuando algunos personeros, ayer en la Concertación y hoy instalados en la Nueva Mayoría, fueron los mismos que en el pasado reciente configuraron aberrantes despropósitos, como ese sistema de “préstamos con aval del Estado” a los estudiantes, a tasas de interés bajo el yugo de la usura y que, por cierto, se constituyeron un considerable negocio para las entidades financieras.
Desde el seno de la Universidad de Chile nadie pudo augurar que el modelo neoliberal entronizado también en la educación y la cultura fuera consolidado plenamente en la posdictadura, al grado que hoy la enorme mayoría de jóvenes se forma en las entidades privadas y con fin de lucro, al arbitrio entero de sus sostenedores y sin consideración alguna de las necesidades del país. Esto se demuestra en la cantidad de egresados cuyos títulos tienen poca o ninguna atinencia con las efectivas demandas ocupacionales, mientras siguen escaseando os profesionales de formación más compleja y costosa que, por lo mismo, muy pocas de estas universidades se hicieron cargo de formar.
Constituye un verdadero milagro que la Universidad de Chile mantenga el prestigio de ser la mejor considerada por el país y las evaluaciones extranjeras. Sin duda que ello ha tenido fundamento en el espíritu de servicio público que todavía anima nuestros campus, laboratorios y aulas. Sin embargo, la paulatina “privatización” de nuestras facultades, institutos y centros es un fenómeno que ciertamente tiene en riesgo su excelencia, autonomía y razón de ser.
Posiblemente el ejemplo más patético de este fenómeno sea el cambio de denominación de una Facultad que ahora se hace llamar de “Economía y Negocios”, junto bautizar sus principales salas de clase con los nombres de los empresarios más “exitosos” del modelo que nos rige y que ha hecho de la concentración de la riqueza su principal resultado. Edificios de excelente factura y operatividad que albergan una actividad académica con mallas curriculares secuestradas por la ideología y los intereses del “mercado” y a cuyos profesores e investigadores les sirve de plataforma para acceder luego a las grandes empresas, como a los cargos mejor remunerados de la Administración Pública.
Una situación que, con más pudor y disimulo, se repite en otras facultades y en las cuales operan una serie de fundaciones y convenios sumergidos que le permiten a una casta de académicos aumentar sus sueldos en dos o tres veces sin que estos montos sean explicitados en los sitios web respectivos, conforme a la Ley de Transparencia. Debido, como se sabe, a que técnicamente no están incluidos en las planillas de pago de la Universidad. Una realidad también escandalosa por las asimetrías consolidadas entre facultades ricas y pobres, y particularmente entre los ingresos de los profesores del mismo grado académico y jornada según sea donde se desempeñan. Una investigación interna recién difundida nos da cuenta, además, de las diferencias salariales entre los hombres y las mujeres que cumplen idénticas funciones y pertenecen al mismo escalafón.
A lo anterior hay que agregarle, sin duda, la agraviante realidad que afecta al personal de colaboración, cuyas remuneraciones se distancian en demasía de las percibidas por los académicos y por los propios funcionarios que ocupan altos cargos administrativos. En desmedro, por supuesto, de aquellos profesionales, técnicos y asistentes varios sin cuyo concurso no sería posible la academia y la convivencia universitaria.
Una Universidad de Chile rica, como se dice, con un presupuesto anual de mil millones de dólares, casi sin deudas y en que el Estado no concurre en más de un 10 por ciento a su financiamiento. Situación que confirma lo privatizada que se encuentra, cuando aquí no son precisamente las organizaciones altruistas y religiosas las que nos entregan su aporte, por lo que la concurrencia de cada peso desde las empresas y otras entidades privadas puede suponerse una injerencia en nuestra libertad e independencia.
Por ello es que, también, se han aflojado las prácticas de tolerancia y respeto a la diversidad que caracterizaron históricamente a nuestro plantel. Tensionado, como está en el presente, por demandas tan importantes como la de definir una nueva institucionalidad para la formación de profesores, lo que ha ocasionado una discusión cruzada por los reproches, los sectarismos y la avidez por acceder a los recursos que se le asignarán a una tarea indispensable en el propósito de mejorar el nivel de los maestros de todos los niveles educacionales del país.
Una cotidianeidad universitaria en que sus integrantes se aferran a sus puestos, buscan perpetuarse el mayor tiempo posible en ellos y miran cada vez menos al porvenir del país y al éxito conjunto de nuestra Universidad. Con un Consejo Universitario que mantiene una estructura feudal, donde prima el canibalismo de los decanos por proteger a sus propias facultades y agarrar la tajada más grande del presupuesto universitario. La mayoría de los cuales son elegidos y reelegidos en sus cargos muchas veces sin contrincante alguno, cuando tantos académicos están inmersos en sus propios afanes y reina tan poco interés en pensar a Chile desde nuestros diversos ámbitos disciplinarios.
Quizás una de las positivas novedades de nuestro plantel en relación a otros sea la idea de haber creado un Senado Universitario triestamental con el encargo de normar nuestras actividades a la vez de repensar nuestros objetivos estratégicos. Una iniciativa que curiosamente, sin embargo, es presidida por el Rector de la Universidad y en que la representación de estudiantes y funcionarios es todavía demasiado discreta. Pero, debido a su limitada autonomía, sus acuerdos son habitualmente cuestionados por la Rectoría y deben esperar dilatadas consultas y resoluciones de la Contraloría General de la República para verse promulgados. Una situación que explica que, recién, la mayoría de los integrantes que podían postularse a una reelección hayan desistido de tal posibilidad y el plazo de inscripción de candidatos tuviera que ampliarse por la ausencia de interesados en incorporarse a este organismo.
Una Universidad que retiene un enorme prestigio en la población pero que en lo interno se muestra fatigada y sin idearios renovados. Que ha llegado al extremo de crear un bono de incentivo (el AUCAI) a los profesores disponibles a hacer clases en el pregrado, cuando se asumió que para éstos resultaba mucho más conveniente, desde el punto de vista de sus ingresos, concentrarse en proyectos de investigación o conseguirse hacer docencia en otras universidades.
El nuevo Rector Vivaldi deberá procurar mayor financiamiento paran las valiosas actividades de Extensión, en las que su Orquesta Sinfónica, Ballet, Coro, Teatro, museos y salas de Arte se sostienen heroicamente y hacen toda suerte de figuras para autosustentarse y mantener sus niveles de excelencia. Situación que fue destacada en el último proceso de Acreditación de nuestra Universidad, cuando los propios pares evaluadores externos nos reprocharon la falta de reconocimiento de nuestras autoridades a la existencia de estos esfuerzos. Entre otros, también, los de su Radio y Diario Electrónico, así como las diversas iniciativas editoriales que prácticamente deben autosustentarse en toda la Universidad.
A propósito de esto, Indigna comprobar la forma en que nuestra Universidad tranzó y perdió su señal televisiva, así como ha dejado languidecer a su Editorial Universitaria y demuestra tan escaso interés por implementar un canal digital y otros medios en la Red. Es corriente el comentario de lo rezagada que ha quedado nuestra Universidad respecto de las tareas de extensión de otros planteles públicos y particulares.
Ni qué decir, lo vergonzoso que representa la situación de insolvencia del otrora prestigiado Hospital Clínico por la abultada deuda que lo afecta en la que el Estado, sin duda, tiene el principal yerro, pero también sus inadecuadas administraciones. Y, ¡cómo no!, el dispendio y los desmedidos sueldos de algunas de sus ejecutivos bajo la excusa, de nuevo, de que el “mercado” debe regular su quehacer y determinar los honorarios de facultativos y otros en razón de que éstos “podrían tener mejores posibilidades en el sistema de salud privado” . Allí donde priman el lucro, al juramento hipocrático; la atención de clientes, más que pacientes; y donde, ciertamente, ninguna clínica se da a la tarea de formar especialistas médicos como en nuestro J.J. Aguirre.
Posiblemente lo que le haya dado mayor prestigio a nuestra Casa de Estudio en el último tiempo sea la conciencia desarrollada por sus estudiantes, su capacidad de convocatoria nacional, como el mérito de haber remecido a un país inerte en la desesperanza, el agobio de las deudas familiares, la decadencia de su política y el descrédito de las instituciones. Un Movimiento Estudiantil que en sus marchas y tomas le imprimió vida a todo nuestro quehacer, alumbró nuestra Casa Central y recibió la admiración del pueblo chileno, como el aplauso internacional. Una Federación de Estudiantes de la cual seguirá dependiendo que la Reforma Educacional no se quede en los anuncios, que no se extinga, se desvirtúe o se ponga a dormir en los pasillos del Congreso. En una actitud vigilante para evitar que los consabidos poderes fácticos y presiones abyectas no logren, como en tantas otras reformas, encantar y doblegar a nuestros gobernantes y legisladores.
Generaciones de estudiantes que cultivan idearios comunes y resueltos, pese a sus extrañas afiliaciones, en las que a veces se nos hace necesario recurrir a exégetas para entender tal diversidad. Organizaciones que han sido capaces de resistir las persecuciones, deserciones, infiltraciones y montajes que todavía ejecutan los servicios policiales y de inteligencia nacional para desnaturalizar su lucha e, incluso, criminalizarla.
Una Universidad de Chile que posiblemente esté en la hora decisiva para corregir sus vicios internos y demandar al Estado para que asuma el rol que les corresponde de brindarle una educación gratuita y calidad a los niños y jóvenes de todos los niveles.
Partiendo por casa, por los establecimientos públicos, y velando para que sus autoridades no vuelvan a demostrarse ingenuos frente al poder y sus falsas promesas. Afincándose en el prestigio que conserva en la nación para convocarla y movilizarla. Tal como en los mejores momentos de nuestra vida republicana, cuando era nuestra Casa de Estudios la que inspiraba las grandes transformaciones del país actuando de consuno con las aspiraciones el pueblo.