En arenas movedizas

  • 22-09-2014

Hay quienes sostienen que la política es una amplia extensión de arenas movedizas. Quieren significar la dificultad, el peligro, que significa transitar en ella. La verdad es que su atractivo radica en que es un camino directo al poder y, por lo general, no fagocita a los aventureros. A lo más les magullan el ego con derrotas que pueden ser enmendadas. Sin embargo, hay veces en que el peligro es real. Y ello depende de diversos factores.

Hoy es uno de esos momentos difíciles. Las instituciones están cuestionadas. Empezando por la democracia y todos los cimientos que la soportan y siguiendo con instituciones valóricas como las religiosas. Eso genera inseguridad, tensión, violencia y deja al descubierto la incapacidad de quienes manejan el poder. Tal vez por estar demasiado seguros en sus lugares de tierra firme dentro de la ciénaga, mientras el resto es tragado por la succión de un sistema que sólo a ellos prohija.

Este es un escenario global que se repite con prolijidad localmente. Lo que ocurre a nivel planetario hoy no nos es ajeno. Las tensiones en Oriente Medio son inocultables. Como lo son las que se desarrollan en Europa Oriental y en el Lejano Oriente. No es casual que Japón haya echado al olvido el drama de la Segunda Guerra Mundial para iniciar el rearme y transformarse en tapón ante una China cuya pujanza económica puede desencadenar aspiraciones territoriales. Visiones que no le son ajenas a una potencia con pasado imperial milenario. En esta inquietud Tokio es una herramienta más de quien ayer fue el responsable de que su territorio y población fueran los primeros en conocer la hecatombe de la bomba atómica: los Estados Unidos.

En el Medio Oriente, el Estados Islámico -en realidad mejor llamarlo Ejército Islámico- (EI) obliga a barajar las cartas del naipe occidental. Este engendro es un hijo no deseado de Occidente. Nace en Siria, luchando contra Bashar Al Assad, el enemigo al que Washington e Israel desean aventar. Y ese es un primer paso, el siguiente es Irán

El EI muestra hoy ventaja sobre las otras fuerzas que participan en la lucha contra el presidente sirio. Y esa posición la han logrado gracias a la ayuda económica y militar de los EE.UU. y sus aliados, especialmente de los multimillonarios regímenes conservadores árabes. El EI no nació de la nada. Tampoco ocultó su extremismo islámico. En un primer momento lo esencial era terminar con el régimen de Al Assad y en tal tarea cualquiera que estuviera dispuesto a enfrentar a ese enemigo era amigo. Algo similar a lo que ocurrió en Afganistán con los talibanes y el nacimiento de Al Qaeda. Ossama bin Laden, árabe saudí, fue entrenado por la CIA norteamericana y era uno de los valores de los guerrilleros afganos contra la fuerzas de ocupación soviéticas.

Y así se llega a otro escenario que aporta inseguridad. Rusia, desde la anexión de Crimen, se reafirmó como el enemigo a enfrentar en Europa Oriental. El mismo que representó antes la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Hoy algo más esmirriado, pero con las aspiraciones intactas. Difiere, es cierto, el motor ideológico que impulsaba a la URSS, el comunismo, oponente decidido del sistema capitalista. Pero pese a que el bagaje ideológico ha cambiado, el reto sigue siendo el mismo. Vladimir Putin, el hombre fuerte de Moscú, sabe que para Occidente siempre será una piedra en el zapato, a no ser que acepte ser un carro de cola del tren cuya locomotora es EE.UU. Y en eso no parece dispuesto a transformarse.

Es interesante conocer algo de este personaje. Agente destacado de la policía política (KGB) soviética, Putín vivió la caída del imperio como el cataclismo más grande del siglo XX. Hasta hoy no oculta ese pensamiento, aunque lo ha edulcorado de manera conveniente. Esta es una frase suya: “El que quiera restaurar el comunismo, no tiene cabeza. El que no lo eche de menos, no tiene corazón”. Rechazó abiertamente la Perestroika, que fue el inicio de los pasos que luego llevarían, bajo el mandato de Boris Yeltsin, al colapso de la URSS. Un colapso de empobreció dramáticamente al pueblo ruso, que lo perdió todo. Incluso los bonos recibidos como parte de las empresas que pertenecían al Estado. Con una inflación galopante, al poco tiempo, ese patrimonio se había transformado en algo tan poco relevante como una botella de vodka. Los actuales zares del petróleo y otras grandes fortunas rusas se hicieron en este período comprando bonos a precio de baratillo. Algo parecido a lo que antes había ocurrido en Chile con las empresas estatales, bajo la dictadura del general Pinochet.

Al comienzo del nuevo sistema, Putin trabajó de taxista. Luego, sus contactos le dieron una nueva oportunidad. Y hoy se encuentra encumbrado en el poder. Otra frase suya: “No hay que intentar comprender a Rusia, hay que creer en ella”. Para él, el destino manifiesto de su país es el Imperio. Es lo que lo tiene como sólido referente en la estimación popular. Es un ultra conservador, homofóbico, contrario a las manifestaciones públicas de religiones ajenas a la tradición rusa, pero parece interpretar cabalmente el sentir de un pueblo que había perdido toda esperanza de verse nuevamente como una nación importante.

Sólo hay que agregar las presiones de grupos sociales que luchan por el respeto al planeta, por frenar el cambio climático, por devolver la dignidad a los pueblos originarios, por la igualdad por sobre diferencias en lo sexual, económico y de capacidades físicas e intelectuales, y tendrá una referencia muy cercana a las arenas movedizas en que hoy están pisando los políticos. Y, desgraciadamente, con ellos todos los seres humanos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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