La felicidad está de moda. Desde hace algunos años se la viene mencionando majaderamente y hasta el marketing la ha enarbolado para vender Coca Cola, viajes, ropa deportiva, comidas varias y alcoholes de distintas procedencias. Hoy es también casi un grito de combate. Una sola palabra que se ha transformado en un lema que contiene aspiraciones, expectativas y refleja el malestar creciente de ciudadanos de todo el mundo. Pocos, sin embargo, se refieren a la felicidad aludiendo al concepto etéreo, al disfrute momentáneo, a la dicha que contiene la mirada fugaz del enamorado, la tibia fragancia de un prado o la satisfacción del deber cumplido. Todo lo cual sólo se puede alcanzar en una vida tranquila, en un medio equilibrado, que claramente no es el mundo actual. Lo que pretende vender el marketing es el hedonismo materialista de un sabor cargado de cafeína o la satisfacción de adquirir un bien que aporte estatus, en una competencia sin fin.
Los días 25 y 26 de septiembre se llevó a cabo, en Quillota, un seminario sobre este tema. Se espera sea el inicio de una Red de Municipios por la Felicidad. Sin duda, una iniciativa loable, que se suma a muchas otras en todo el mundo, incluso a nivel de Naciones Unidas. Es como una especie de soplo de los tiempos. Aunque resulta algo contradictorio. Se parte de la base de que la gente no es feliz, pero cuando se le consulta a ésta, asume que es feliz en un porcentaje bastante mayor que el que se reconoce como infeliz.
Tal vez la felicidad se ha gastado, como tantos otros conceptos esenciales, con el manoseo político y comunicacional. Es posible, también, que la felicidad haya sido alejada de nuestra condición gregaria. Que la competencia desenfrenada en que vivimos nos llevara a perder el sentido de encontrar momentos felices con los seres humanos con quienes compartimos a diario en el trabajo, en el transporte o en las calles. Y sólo reconocemos instantes de felicidad en el núcleo familiar, en los afectos más profundos.
Algo de esto nos están diciendo las protestas que a diario vemos en el mundo. Los ciudadanos no sólo se han empoderado para protestar por los abusos, para pedir mejores condiciones de vida, también lo hacen porque la base social que sustenta nuestro sistema se está cayendo a pedazos. Sobre todo en lo concerniente a que cada ser humano sea considerado como insustituible, irrepetible y digno de respeto en su condición única.
Contra todo esto conspira el sistema actual. La educación orientada a la eficiencia y, a través de ella, al éxito, lleva a confundir felicidad con logros materiales. Y con esto, limita el horizonte feliz.
Las pruebas permanentes de que los seres humanos somos considerados como meros componentes del mercado, es otro elemento que crea mayores tensiones. El caso de Chile es paradigmático.
Derechos que se identifican con la condición humana nos han sido arrebatados. Entre ellos, la salud, la educación, la justicia igualitaria. Además, la sensación de que somos un rebaño sujeto a manejos que no respetan valores. De eso nos hablan la colusión en las farmacias y en la comercialización de los pollos -40% de la carne que consumen los chilenos proviene de estas aves-; los cobros abusivos de Metrogas; las estafas a través de esquemas especulativos como el encabezado por el ex yerno del general Pinochet, Julio Ponce Lerou, o del Grupo Penta -conglomerado controlado por Carlos Eugenio Lavín y Carlos Délano, propietario de Penta Seguros, Isapre Banmédica, AFP Provida y otras decenas de empresas-, holding estrechamente vinculado con la Unión Demócrata Independiente (UDI). Además, con un ejercicio político en que el poder económico juega un papel omnímodo y casi siempre fuera de la ley o en los márgenes de ésta. Y en que el ciudadano común no sólo es sobrepasado, sino que desconoce por completa las implicancias de estos contubernios. Como es lo que ocurre con el financiamiento de la política.
Pareciera que se intenta que olvidemos que la felicidad forma parte del todo que somos los seres humanos. La competencia entre compañeros de trabajo, el perjuicio del cliente en beneficio del dependiente, la utilización del poder para establecer diferencias y cercenar valores, hacen que hoy la felicidad sea un bien que no se puede compartir. Una especie de máxima aspiración individualista: un bien de consumo.