En la crisis política previa al 11 de septiembre del 73 muchos descartaban que los militares pudieran proponerse un Golpe de Estado. A pesar de todos los cuartelazos históricos, existía en el propio Allende y la dirigencia política la idea de que nuestro sistema institucional era sólido y que los uniformados no violarían su compromiso republicano. Respecto de los conspiradores, sabemos que se trató de personas que, en general, no estaban en el primer círculo de la política y que pertenecieron a grupos sediciosos marginales. Luego se asumió que la idea de la sublevación castrense se gestó en Estados Unidos y en buena parte hizo uso de los recursos que este país destinó para desestabilizar al gobierno de la Unidad Popular. El asalto a La Moneda, la muerte del Presidente y todo el horror que se consumó tomó por sorpresa al conjunto de la clase política, aunque inmediatamente en la Oposición importantes figuras políticas aplaudieron el “pronunciamiento militar”, por largo tiempo justificaron la acción de los golpistas y hasta se incorporaron entusiastamente a las tareas gubernamentales. Incluso hubo algunos incautos que pensaron que los uniformados se retirarían muy pronto a sus cuarteles para entregarle el poder a quienes habían sido adversarios o enemigos del depuesto mandatario.
Lo que vino, sin embargo, fueron 17 años de férrea dictadura y otros 25 años en que el país ha quedado bajo la tuición de un ordenamiento institucional definido por el Régimen Militar, un sistema electoral que acota la representación política en el Congreso y con una soberanía popular muy precaria. En que, por lo demás, han quedado resguardados los lineamientos económicos neoliberales, restringido los derechos sociales, al mismo tiempo que enseñoreadas las cúpulas empresariales, como la concentración informativa.
Largos años marcados por la represión, el miedo y niveles escandalosos de impunidad que llevaron a los gobiernos de la Concertación a hacer “justicia en la medida de lo posible” y hasta a organizar una operación de salvataje a un Pinochet retenido en Europa a fin de ser juzgado por sus delitos de lesa humanidad. Un rescate a sabiendas, naturalmente, de que éste jamás sería condenado a su retorno, ni siquiera por la forma en que se enriqueció en el poder.
Con el pretexto de que en cualquier momento los uniformados podrían animarse a interrumpir la Transición, lo cierto es que ésta quedó inconclusa y hasta se llegó a sacralizar el ordenamiento jurídico y el sistema económico heredado. Conscientes de su debilidad, es que los nuevos gobernantes consintieron en clausurar la prensa independiente y entrar en grosera connivencia con los sectores empresariales enriquecidos ilícitamente en el despojo de los bienes fiscales. Para devenir paulatinamente en un encantamiento, incluso, con las ideas y realizaciones de la Dictadura.
Con la “política de los consensos” se fueron esfumando los perfiles ideológicos entre la centroizquierda gobernante y la centroderecha opositora. A tal grado, por cierto, que los cuatro años de Sebastián Piñera en La Moneda ofrecieron realizaciones más progresistas que la de sus antecesores, así como que respecto del gobierno de Ricardo Lagos muchos han concluido de que fue el más derechista de todos los de la posdictadura.
Pero con el paso de los años, la ciudadanía, los estudiantes y los grupos más contestatarios han venido perdiendo el temor y empoderándose en las exigencias por una nueva Carta Fundamental, una Reforma Educacional y otra serie de demandas que hoy se vocean en las calles y las organizaciones sociales. Exigencias que al hacerlas suyas un nuevo referente como el de la Nueva Mayoría, les permitió a los partidos de la Concertación, más el Partido Comunista, volver a La Moneda en la promesa de su realización. A contrapelo, por supuesto, de muchos dirigentes que dentro de esta coalición no consentían verdaderamente con los cambios y solo asumieron el discurso transformador para derrotar electoralmente a una derecha escindida y desprovista de propuestas. Con todo, más de un 58 por ciento de los ciudadanos inscritos en los registros electorales prefirió abstenerse o anular su voto por la falta de credibilidad de las cúpulas partidarias, la apatía social o el desencanto respecto de un régimen democrático a años luz de ser representativo; ni menos, todavía, participativo.
De esta forma es que hoy finalmente arribamos a un panorama desolador para el quehacer democrático pendiente y la realización de aquellas reformas económico sociales tan urgentes en un país marcado por las profundas desigualdades. En un diagnóstico compartido por todos los sectores, se asume el descrédito general respecto de los grandes referentes políticos y sociales y el deterioro del liderazgo de la propia Jefa de Estado, su capital más importante. Es dramático comprobar en las últimas encuestas que más de un 65 por ciento de los chilenos piensa que al conjunto de la clase política lo que más le interesa es su conveniencia personal. Comprobándose en menos de un año de gobierno la desesperanza que existe respecto del propósito de una nueva Carta Fundamental, una Asamblea Constituyente, la ansiada reforma laboral y las transformaciones en los sistemas de salud y previsión, entre otros objetivos. Una frustración que también se manifiesta ante los discretos resultados de la Reforma Tributaria y, ahora, con la errática actitud gubernamental respecto de los proyectos educacionales.
La reelección de Michelle Bachelet entrañaba el compromiso de un cambio profundo que ahora es desafiado con arrogancia por las grandes patronales, la poderosa prensa opositora, pero también por la dispersión de su base política. Desacuerdos que ya no le aseguran plenamente al Ejecutivo contar con los votos en el Parlamento para implementar sus iniciativas, lo que indefectiblemente llevará a la población a radicalizar sus demandas, desahuciar la última posibilidad de un cambio dentro de la institucionalidad heredada, cuanto a buscar derroteros políticos por fuera del orden vigente. Cuando se sabe, además, que la institucionalidad actual es ilegítima en su origen y contenido, según lo reconocieron en el pasado los propios actores actuales en el Gobierno y el Parlamento.
Es cosa de observar la cantidad de conflictos sociales a lo largo de todo el país. Las huelgas, bloqueos de caminos y una violencia en escalada que se confunde con la delincuencia común, el empoderamiento de las redes de los narcotraficantes y las inquietantes formas de corrupción policial. Que se traduce también en los bombazos, asaltos a la banca y el comercio y, como recién en Talcahuano, en la destrucción de una oficina pública.
Una situación, sin duda, que está desbaratando nuestra convivencia, que terminará por aislar a las cúpulas políticas y que pudiera conducirnos a una arriesgada e incierta salida. De la que nadie puede asegurar un buen resultado, una insurrección popular legítima al momento que se extinga la enorme paciencia que ha demostrado el pueblo en estas últimas décadas. Cuando lleguemos a grados de tensión y confrontación que nos expongan a una nueva asonada militar que, al igual que en 1973, muchos estiman todavía como improbable. A pesar de que el pinochetismo sigue tan vivo en las expresiones políticas de la derecha, las liturgias castrenses y en el corazón de los sectores patronales marcados por la codicia y el desprecio a los derechos de los trabajadores.