¿Por qué América Latina es más desigual hoy que en las dictaduras?

Si la democracia distribuye el poder y además vivimos una época en la que los gobiernos declaran su intención de superar la época neoliberal en América Latina ¿por qué hoy nuestras sociedades son más desiguales que en la época de dictaduras? Algo no cuadra en el razonamiento.

Si la democracia distribuye el poder y además vivimos una época en la que los gobiernos declaran su intención de superar la época neoliberal en América Latina ¿por qué hoy nuestras sociedades son más desiguales que en la época de dictaduras? Algo no cuadra en el razonamiento.

En su reciente libro “Aristóteles en Macondo”, el intelectual argentino Atilio Borón plantea la necesidad de salir del marasmo en que estamos metidos, lo que supone no seguir hablando de democracia respecto a regímenes que no lo son. Para él, o las democracias son gobiernos del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, o son nada.

Y es que, sin distraerse en vértigos y gatopardismos, el libro nos recuerda que el centro de todo es “la cuestión del poder”, fundamental en todo proyecto que tenga pretensiones revolucionarias o -si le incomoda la palabra- transformadoras al menos.

Es una reflexión pertinente en el Chile de hoy, cuando el Gobierno -llamado a iniciar un nuevo ciclo político- da lugar a su segunda etapa con un ministro del Interior que en 2013 discrepó de la Asamblea Constituyente, y con un ministro de Hacienda que satisface al empresariado, el mismo que –errores propios aparte- clamaba por la cabeza de Alberto Arenas.

La tragedia estriba en que a través de buena parte de su historia, y particularmente en el siglo XX, las clases dominantes confrontaron el ascenso de las organizaciones sociales y populares con cruentos golpes militares, cuyo propósito último era retrotraer las relaciones económicas y de poder al orden desigual que surgió en la colonia y que no cambió significativamente con la independencia.

Por eso alguien dijo: “último día de colonialismo…y primer día de lo mismo”. Algo similar habría que decir –en lo que aquí refiere – en el paso de las tiranías cívico-castrenses a las democracias.

Alguna vez, las dictaduras latinoamericanas y sus políticas económicas consolidaron un número reducido de empresas, en muchos casos pertenecientes a un mismo grupo, que se hicieron cargo de la producción y se apoderaron de mercados que nunca fueron siquiera libres, como prometió el neoliberalismo.

Pero ahora, si en el párrafo anterior reemplazáramos “dictaduras” por “democracias” ¿dejaría de tener validez?

La democracia, la misma que Borón se resiste llamar como tal, en América Latina es estructuralmente débil debido a la incapacidad del Estado de extender los derechos humanos fundamentales a toda la población. Y nos obliga a contrastar el significado de las palabras con su aplicación en la realidad: los habitantes de un estado no son ciudadanos porque tengan derecho a voto, sino porque ese acto supone un poder y porque la ciudadanía no es solo elegir un candidato, sino también ser sujetos de derechos que a millones de latinoamericanos les son conculcados.

Si quiere saber por qué no hay adhesión a la democracia, es por eso: porque la gente ya no entiende para qué sirve.

Y es que la desigualdad se expresa en los derroteros de la política y en la posibilidad de acceso al poder de los sectores postergados. La concentración de la riqueza, se manifiesta, como lo hemos visto con crudeza en los últimos meses, en el uso de todo tipo de mecanismos por parte de los grupos privilegiados, de modo de impedir que la voluntad ciudadana se imponga. En ese tránsito muchos sectores, antes combativos, pasaron de ser objetos de la violencia a objetos de la corrupción, lo cual explica, entre otros factores, el desvarío político e ideológico de los partidos socialdemócratas en el continente.

Ejemplos hay muchos: la Unión Cívica Radical argentina expresando su adhesión al candidato derechista Mauricio Macri; el brasileño Aecio Neves recibiendo todo el apoyo empresarial en la segunda vuelta brasileña; la Alianza Democrática venezolana sostenida por la derecha internacional, frente a acusaciones del Gobierno de que conspira para derrocarlo. Y en Chile, un progresismo cooptado hasta un punto todavía no conocido por grupos económicos cuyo origen, en el caso de SQM, proviene del entorno familiar del dictador.

Mirado en su conjunto, el problema es de la Política y va más allá de “capitular” o “traicionar”, puesto que gobiernos de la región que han impulsado con mucha resistencia políticas progresistas no han podido, de todos modos, revertir la desigualdad en sus países. Volviendo a Borón, el poder está en una parte distinta a la de los ciudadanos que eligen y son elegidos: la envergadura de las élites económicas es tan grande que vuelca sin dificultad todas esas inercias a su favor.

Es por eso que, en nuestra radio, el economista Andrés Solimano afirmó hace un par de meses que neoliberalismo y democracia son incompatibles: en una contienda desigual, no pueden conciliarse los intereses de uno y otra.

Urge por lo tanto, volver a dotar de sentido a la democracia y traspasar poder real a los ciudadanos. La política sin raíces ciudadanas y sin control social termina sirviendo, consentidamente o contra su voluntad, al irrefrenable poder del dinero. Por eso la Asamblea Constituyente para la Nueva Constitución no es baladí, como dicen o dan a entender algunos dirigentes.

 





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