El temor injustificado a los militares

  • 04-08-2015

Iniciando la década del 90, una arrojada comisión investigadora en la Cámara de Diputados abrió el caso “Pinocheques”, pero este acto soberano del Poder Legislativo desata la furia del Ejército, que se manifiesta con acuartelamientos y eufemísticos “ejercicios de enlace”. Ante tal demostración de vigencia armada, y reconociendo que la recién recuperada democracia aún era inestable, en 1995 Eduardo Frei “solicita” al Consejo de Defensa del Estado detener el proceso que investigaba los casi mil millones de pesos pagados por el Ejército al hijo de Pinochet, para lo cual adujo “razones de Estado”.

Unos años más adelante, en 1998, el juez español Baltazar Garzón detiene a Augusto Pinochet en Londres. El dictador, que por entonces aún detentaba el cargo de senador vitalicio, recibió el apoyo del gobierno chileno, que presentó una protesta formal ante el Ejecutivo británico, por lo que consideró “una violación de la inmunidad diplomática”. Esta y otras gestiones culminaron con el retorno de Pinochet al país, quien se posó triunfante sobre la loza del grupo 10 de la Fach, recibiendo de pie los honores del Ejército y las Fuerzas Armadas. Seis años después, fallece en la impunidad.

Estos hitos de la transición dejaron en evidencia lo débil que era por ese entonces nuestra democracia. Las prerrogativas militares, y todo el poder encarnado en el comandante en jefe, amedrentaron a los gobiernos de la Concertación, que habiéndose librado del dictador gracias a las diligencias británicas, prefirieron traerlo de regreso para garantizar la estabilidad del proceso. Sin embargo, después de 25 años, estos episodios parecen absurdos y el temor se percibe como extinto. Sin Pinochet, los gobiernos civiles han podido avanzar en reformas estructurales al ministerio de Defensa, eliminar los más evidentes enclaves autoritarios y construir una gobernabilidad basada en relaciones cívico-militares de subordinación, control y obediencia.

Pero, ¿qué pasa cuando los más férreos pactos de la dictadura comienzan a desmembrarse? ¿Qué pasa cuando aquella urdimbre, tejida a punta de acuerdos, promesas y recompensas, se rompe por el peso de las conciencias? El Ejército y las Fuerzas Armadas solo entregan tímidas respuestas. Sin ánimos de reparación, los militares se amparan en la prerrogativa del silencio; una que los gobiernos civiles han sabido reservar, como olvidando que se trata de una repartición más del Estado.

En ese contexto, cabe preguntarse: ¿por qué debemos “solicitar” a los uniformados que colaboren con información? ¿Por qué el poder supremo de la nación debe pedir sutiles permisos? Nos atreveríamos a decir que la respuesta es angustiante. Nuestra democracia no se ha consolidado y el temor parece subyacer en nuestros gobernantes.

La reapertura del Caso Quemados, que reinstala en la agenda pública a los torturados y desaparecidos, nos recuerda que las prerrogativas militares no han terminado y que el control civil de los uniformados no alcanza los estándares necesarios para garantizar una democracia soberana. Así lo demuestra la lucha de Carmen Quintana, pero también los tímidos avances en tan anheladas y necesarias reformas: como la persistencia de nuestra anacrónica Justicia Militar; la amplia autonomía administrativa que sostiene el funcionamiento de las tres ramas y una formación castrense que carece de la decidida dirección democrática.
En este escenario, y con la premura de alcanzar la verdad y la justicia, anhelamos genuinos avances en la democratización de las Fuerzas Armadas. En caso contrario, sabremos que la sombra del dictador aún se posa triunfante sobre militares y gobernantes.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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