En el apartado noveno de “Las formas del tiempo y el cronotopo en la novela”, Mijail Bajtín habla del cronotopo del “idilio” y lo define diciendo que él “se expresa, prioritariamente, en la especial relación del tiempo con el espacio: la sujeción orgánica, la sujeción de la vida y sus acontecimientos a un cierto lugar: al país natal con todos sus rinconcitos, a las montañas natales, a los valles, a los campos natales, al río, al bosque, a la casa natal. La vida idílica y sus acontecimientos son inseparables de ese rinconcito espacial concreto en el que han vivido padres y abuelos, en el que van a vivir los hijos y los nietos”. Y agrega que una segunda particularidad de este cronotopo es que “sólo se limita a algunas realidades fundamentales de la vida: el amor, el nacimiento, la muerte, el matrimonio, el trabajo, la comida y la bebida, las edades” y que, finalmente, nos estamos refiriendo en este caso a “la combinación de la vida humana con la de la naturaleza, la unidad de sus ritmos, el lenguaje común para fenómenos de la naturaleza y acontecimientos de la vida humana”2.
Recuerdo lo anterior a contrario modo, porque, si hay algo que me queda muy claro en el libro de Urbina que venido a presentarles, es su voluntad contraidílica, la sospecha de que ni hombre ni el mundo, ni menos aún la relación del uno con el otro, son armoniosos. A lo peor jamás, pero de todas maneras en el tramo histórico que hoy estamos padeciendo los chilenos, y que no es otro que el de una postdictadura. No se trata sólo de lo que, desenterrando una frase de Lukács, yo he denominado en otra parte el “romanticismo de la decepción”, ése que se constituye cuando el alma del héroe es más grande que la pequeñez del mundo, lo que es un rasgo característico de la narrativa que se publicó en Chile en los años noventa del siglo XX, la de la “orfandad”, según la bautizó Rodrigo Cánovas, sino de eso y algo más. Es un “derrumbe” histórico, por cierto, pero que aquí es el de estos últimos veintitantos años de la vida chilena, lo que se pone de manifiesto ya en el segundo de los cuentos del volumen de Urbina, un relato apenas (pues linda genéricamente con la descripción y el testimonio), en el que la oposición que le da su forma es la clásica entre el “entonces” y el “ahora”. Empieza así:
Ahí donde se eleva un nuevo edificio, donde la grúa pluma preside el aire, en el costado que da hacia la calle Cruz hubo, hace mucho, mucho tiempo, una fuente de soda llamada El círculo, pero que todos conocían como La casa de don Pepe. Fue de las primeras que tuvieron un televisor dispuesto para los parroquianos de ese barrio. Los obreros que salían de la fábrica de Cervecerías Unidas, en Independencia venían a consumir allí, a la caída de la tarde. Lo que ellos mismos fabricaban durante el día y a divertirse con alguna serie gringa o un festival de la canción (11).
Y termina así:
Siglo XXI. Ni los pájaros cantan. Lo que queda [en el lugar donde estuvo la fuente de soda de marras] son paredes decrépitas alojando a grupos de adolescentes huérfanos del nuevo mundo que salen y entran por una puerta desvencijada; gritan y se pelean cada puta noche por hembras y negocios de droga, mientras la grúa amenaza, cada vez más cerca, con dejar caer su peso atroz sobre el adobe trizado. Hay basura desparramada en las veredas y perros sarnosos corriendo por las calles. Zumban desde temprano los martillos y gruñen las herramientas. Las ratas huyen de sus perturbadas guaridas. Dicen que estamos construyendo el futuro, que hay que renovarse, que luego vendrá otro edificio, otra pajarera, otra inmobiliaria buscando demoler para siempre, y con ganancia, los deleznables restos del pasado y todo aquello que se quedó en silencio (14).
Es el derrumbe histórico, como digo. O sea que la de José Leandro Urbina debe leerse como la literatura de un acabamiento, el de un modo de vida que estaba inserto en una cierta formación históricosocial, la del populismo y el desarrollismo, en la que él y yo crecimos, y su reemplazo por otro modo de vida, el que responde a las pautas del neoliberalismo globalizado que en Chile inauguró la dictadura y que la postdictadura no sólo no cambió sino que expandió y profundizó. El espacio de preferencia de El derrumbe es el barrio y, más precisamente, el Santiago profundo, al otro lado del río Mapocho, en lo que antaño fue el barrio de La Chimba y hoy es la comuna de Independencia. El indicio clave es la desaparición definitiva en ese espacio de la naturaleza, en cualquiera de sus formas, como la de esos “pájaros”, que solían cantar y ya no cantan, y la imposición en su lugar, también definitiva, del edificio/artificio. El cielo que los pájaros abandonaron hoy lo dominan las “grúas pluma” (y obsérvese el adjetivo), esas que están a punto de “dejar caer su peso atroz sobre el adobe trizado”.
Este pequeño gran libro que es El derrumbe está construido a partir de esta certidumbre de fondo, que yo presumo que no necesita ser demostrada, porque es la de nuestras experiencias cotidianas. Las de una ciudad vieja, de la que aún quedamos algunos sobrevivientes en circulación, que les podemos contar a los jóvenes cómo fue o cómo recordamos que ella fue, y las de una ciudad nueva, ésta en la que hoy día mismo habitamos, que desconocemos y nos desconoce y cuyos habitantes se dividen entre unos “adolescentes huérfanos” –huérfanos de nosotros que debimos ser sus padres, por supuesto–, y una máquina renovadora que va a acabar con ellos cualquier día para seguir construyendo el mundo del futuro, la historia chilena del futuro.
Pero hay más, y aquí es donde el contraidilio de Urbina alcanza su clímax. Vuelvo para mostrarlo sobre la cita de Bajtín. El idilio, aseguraba Bajtín, es la vida sujeta a un cierto lugar, la “casa natal”, sus “rinconcitos” (uno se acuerda del Bachelard de La poética del espacio, claro está), donde residieron los padres y abuelos y todo ello de acuerdo a un plan de unión “orgánica” con la naturaleza. Ese es el locus idílico para las “realidades fundamentales de la vida” desde el nacimiento a la muerte.
En suma: nos pone Bajtín de este modo ante la postulación ética y estética de un conjunto en el que ninguna de las partes contradice a las otras ni al todo. El amor, el sexo, la paternidad, la maternidad, la fraternidad, los demás nexos de familia, la amistad, el trabajo, la dignidad, los símbolos patrios (presumiblemente compartidos), la trascendencia mística, las emociones nobles, el valor del arte, la lengua común, en fin. Todo aquello que constituye el engrudo de nuestras relaciones interpersonales, con las cuales nos hacemos y hacemos al mismo tiempo el entorno donde habitamos, y que el idilio va a postular voluntarísticamente como coincidentes. Dicho de otra manera: el cronotopo bajtiniano del idilio no es sino la figuración estética de una hipótesis sobre la existencia o real (conservadora) o posible (utópica) de ese tipo de relaciones armónicas. El contraidilio es, por el contrario, la figuración, también estética pero ni conservadora ni utópica, de su absoluta falacia.
Tomemos los que para mí son dos de los mejores cuentos de El derrumbe: “Cacho y Macho” y “La meta del arte”.
El primero es el cuento de la familia chilena, que ojalá fuese nada más que la actual, pero que es más que probable que haya estado en vigencia desde hace ya un tiempo largo, habiéndose confirmado y reafirmado recientemente: Cacho es el padre y Macho es el hijo. Los rodean la madre, doña Lucy, y la hermana y su marido, Carolina y Renato. El escenario es, no tengo que decirlo, la casa familiar y las acciones las que conciernen a las relaciones entre sus miembros. En el montaje idílico del cronotopo de la familia burguesa, todo esto tendría que estructurarse a partir de un conjunto de suposiciones benévolas y benevolentes: la del patriarcalismo sabio y laborioso del padre, la de la ternura y abnegación de la madre, la del respeto indefectible de los hijos.
Una detrás de la otra y sin piedad, cada una de tales suposiciones va a ser desautorizada por la zapa denigratoria de Urbina. El padre de este cuento es un infeliz cara dura; Macho, su hijo, “sombra de su padre” (17), tiene como única meta para su vida la compra de una moto Harley; doña Lucy, “trabajadora como pocas” (Ibid.), es también ingenua como pocas; y la hija y su marido, los mejores personajes de la historia para disfrute de las gentes de buen corazón, son asimismo un par de inocentes, condenados a que la aplanadora les pase por encima más temprano que tarde. En cuanto a las acciones del relato, son también el reverso de lo que debieron ser de acuerdo a las ilusiones del código idílico: los hombres explotan a las mujeres, en vez de la sabiduría y la laboriosidad que no existen en el padre lo que sí existe es un autoritarismo sin ningún fundamento, en vez de respeto del hijo mayor hay abuso, en vez de abnegación estupidez.
El otro cuento, “La meta del arte”, es una narración sarcástica a todo dar. El sarcasmo constituye en esta oportunidad un “ars poetica” también a contrario modo, dirigida, específicamente, contra la obsesión de las vanguardias con lo nuevo y con lo nuevo que vende. Es, como bien lo sabemos, el inexorable destino del arte en una sociedad de mercado y que Urbina empuja aquí hasta el absurdo. Eduardo Moraga, el protagonista, que es un mediocre profesor secundario de arte y fotógrafo de afición, “un mirón profesional”, según él mismo se describe (89), descubre un día, “epifánicamente”, las posibilidades estéticas y pecuniarias de su propia mierda, a la que se apresura a inmortalizar en una serie de fotografías:
Caca, caca, caca, caca. En dos meses tenía cuarenta fotos realmente excepcionales. Las seleccionó con todo cuidado y como una segunda iluminación, se percató de que tenía oro entre las manos. Sí, por qué no. Haría una pequeña muestra para un grupo selecto de amigos y luego buscaría un patrocinador para alguna exposición más grande en alguna galería importante del barrio alto, o en un par de salas del Museo Histórico. Podría abandonar el colegio, dejarlos hundirse en su propio detrito. Después se dedicaría a presentar proyectos para recorrer los baños de la elite nacional, mierda de los expresidentes, de senadores, de los dirigentes máximos de los aparatos de represión dictatorial, de las figuras que encabezaron la democracia de los acuerdos, sanos o enfermos. Se lema sería: “caca, caca, caca transversal, sin clase social. La caca sería el engrudo de la unidad nacional” (91).
En fin, a qué seguir desenredando un ovillo que, como he dicho, es uno y el mismo en cada uno de los cuentos de El derrumbe. Con una sólida consistencia, con la consistencia que le da al escritor el haber llegado a su madurez creadora, al uso de eso que Neruda llamaba los “plenos poderes”, Urbina confirma y perfecciona en este nuevo libro los rasgos esenciales de su narrativa: un elenco hondamente suyo, recortado puntillistamente, con una mezcla de cariño y acritud, el de la clase media baja chilena; una visión del mundo desengañada, por decir le menos; y una prosa en la que se dan la mano pathos horrendo junto al humor desopilante. Todo eso en cincuenta y un textos la mayoría de ellos de excelente factura, más y menos extensos, que se mantienen en la senda que fijó Las malas juntas, el legendario libro de 1978. Sólo que esta vez se trata de textos localizados temporalmente en el tramo histórico que sigue a aquel otro y el que no es, como suele decirse, el del retorno a la democracia sino el de la postdictadura. La noción de “ruina”, con la que por recomendación de Walter Benjamin la crítica literaria chilena y latinoamericana viene regodeándose desde hace ya un largo rato, a diestra y a siniestra y sin ton ni son, va a encontrar en este libro argumentos para sus especulaciones y, demás está decirlo, sin que le sea necesario recurrir para ello a los estupendos oficios del bueno de Benjamín. La literatura de Urbina representa mejor que muchas, que casi todas en realidad, el nefasto estado de espíritu en que nos han sumergido a los chilenos los promotores de una historia abominable.
2 Mijail Bajtin. “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela” en Teoría y estética de la novela. Trabajos de investigación, tr Helena S. Kriuskova y Vicente Cascarra. Madid. Taurus, 1989, p. 374 et sqq.