Turquía: las razones del horror

Aunque toda la responsabilidad del atentado parece ir en la dirección del Estado Islámico, la inminencia de elecciones en un país donde el Gobierno está severamente cuestionado obliga a considerar otras variables.

Aunque toda la responsabilidad del atentado parece ir en la dirección del Estado Islámico, la inminencia de elecciones en un país donde el Gobierno está severamente cuestionado obliga a considerar otras variables.

La ubicación geográfica de Turquía, que es literalmente un puente entre la parte oriental de Europa (Grecia y Bulgaria) y el Medio Oriente (Siria e Irak) es fundamental para explicar las tensiones que han llevado al atroz atentado de este sábado, pero también las contradicciones de su política interna y del tratamiento que la comunidad internacional, particularmente la de occidente, tiene con su autoritario gobierno.

Inmediatamente después del atentado que mató a 97 personas en una manifestación pacifista en Ankara, las autoridades apuntaron al Estado Islámico, con quien el gobierno de Recep Tayyip Erdoğan está formalmente en guerra como parte de la coalición occidental, pero también los kurdos que eran el objeto del mitín. Según la Policía, los explosivos utilizados, con TNT, son similares a los de un atentado similar el pasado 20 de julio, cerca de la frontera con Siria y que le costó a la vida a 33 militantes pro kurdos.

Pero resulta que el atentado también ocurre a exactamente tres semanas de una elección en el momento de mayor debilidad de Erdoğan, quien ya lleva 12 años en el cargo y se ha caracterizado, entre otras cosas, por su empeño en la concentración del poder y en la represión contra sus adversarios. Resulta tan obvio que un atentado como éste podía ser propicio para que se intentara aglutinar al país en torno a un líder de mano dura, que el resultado fue completamente opuesto: miles de personas han salido a las calles para protestar contra Erdoğan y hacerlo responsable de lo sucedido, precisamente por ser protagonista del encono contra el pueblo kurdo.

De este modo, y frente al afán del mandatario por perpetuarse en el poder y realizar reformas para dar más atribuciones a la figura presidencial, se ha ido consolidando un proceso de disidencia que se expresó en incansables protestas callejeras y en el auge de los partidos de oposición, particularmente el pro kurdo HDP. Esto llevó a que Erdoğan perdiera en las elecciones de mayo pasado los 2/3 del parlamento que necesitaba para sus objetivos refundacionales, obligándolo a convocar a nuevos comicios para el próximo 1 de noviembre.

Durante los últimos meses, el mandatario ha desatado una campaña de represión contra adversarios políticos y periodistas críticos, además de atacar al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PPK) y a ese pueblo indoeuropeo, con el fin de provocar una respuesta armada que terminara con una tregua de más de dos años y le permitiera un escenario de buenos y malos. Esta política, que no puede considerarse sino de racista, alimenta las sospechas de que otros grupos ultranacionalistas turcos pudieran ser parte del atentado, en una acción coincidente con la principal amenaza electoral que enfrenta Erdoğan.

Así, el doble estándar en su discurso contra el terrorismo es lo que ahora más se le critica: su encono contra el PKK contrasta con la abulia absoluta para enfrentar al Estado Islámico. Es que el Gobierno ha obrado respecto al ISIS con la misma ambigüedad que la coalición occidental a la que pertenece. Un informe de la Agencia de Inteligencia de la Defensa citado por el vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, reconoce que sus aliados más cercanos geográficamente a Siria, entre ellos, Turquía, han sido parte de la red de apoyo a los grupos que, aunque aliados del ISIS, combaten al régimen de Bashar el Assad en Siria, en este caso con entrenamiento, respaldo logístico, territorial y entrega de armas.

Es preciso, por lo tanto, mencionar que Erdoğan y su posición no solo son resorte de los acontecimientos internos, sino que es una pieza importante en el tablero de la geopolítica mundial. Como a lo largo de la historia, Turquía es un balancín en el contraste de fuerzas entre oriente y occidente, y esta vez se ha inclinado hacia Europa y Estados Unidos. Sus aliados ven en él virtudes que refulgen al lado de la situación de los países contiguos, producida precisamente por la intervención occidental: un gobierno laico y con capacidad de ejercer pleno poder sobre el territorio del Estado nación, donde entre otras instalaciones se encuentra la base aérea de Incirlik de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, fundamental para la posición de ese país respecto a Rusia y Medio Oriente. Turquía forma parte de la OTAN y, por si fuera poco, la consideran a su imagen y semejanza: democrática y estable, con un modelo y políticas económicas afines a la Unión Europea.

Por último, Turquía ha sido un territorio de contención de dos millones de refugiados sirios, por lo que las potencias occidentales entienden que si ese país empezase a parecerse a sus vecinas Siria e Irak, la crisis de Medio Oriente llegaría, ahora literalmente, a Europa. Solo Erdoğan les garantiza que aquello no ocurra y por eso han repetido dos simplificaciones después del atentado: una, que democracia y Erdoğan son sinónimos y, dos, que la nueva cruzada digna de apoyar se llama guerra contra el terrorismo.

Esta retórica gruesa transparenta las fuerzas que se mueven bajo el gobierno turco, el uso de la palabra terrorismo, la represión al pueblo kurdo y la llamativa invulnerabilidad del Estado Islámico, todas piezas de la lucha de las potencias occidentales por mantener su hegemonía, especialmente desde que Rusia despertó de una siesta de 25 años.





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