Lo lógico hubiese sido que la presidenta de Chile convocara a la elaboración de una nueva Constitución Política iniciando su mandato.
No sólo porque era el más importante compromiso asumido en su programa y el principal factor que justificaba toda alianza con ella. También, y sobre todo, porque una nueva Constitución debía ser el techo que cobijara cualquier reforma legal e institucional.
¿Acaso sería lo mismo una reforma educativa, tributaria o laboral bajo una Constitución que le asigna un rol subsidiario al Estado (actúa como aparato regulador allí donde el mercado no funcione de manera óptima) que hacerlo con una carta política que establezca la supremacía de los derechos humanos, sociales y económicos, y el carácter redistributivo de los impuestos?
Como me decía un taxista en días pasados: lo lógico es que uno primero haga la casa y luego elija y compre los muebles.
¿Por qué haber permitido que el tiempo de la movilización pasara, por qué no haber aprovechado “el piso” que daba el activismo ciudadano todavía vivo en 2013, ligando la necesidad de las reformas a la urgencia de una nueva Constitución, es decir de un nuevo pacto social? Ahora resulta que hay que seducir y “educar” a las masas con la idea de que una carta política es muy importante para toda sociedad civilizada, como si el escenario actual hubiese caído del cielo o el problema sea la “falta de civismo” o la “incultura” de los chilenos.
No es de extrañar ahora que la presidenta de la República convoque a un proceso constituyente con un plazo que supera su mandato. Y lo haga ofreciendo la Asamblea Constituyente apenas como una de cuatro fórmulas. Una pregunta que salta por su propia fuerza es ¿Cuál camino preferirá el parlamento, aquel que le quita o aquel que le garantiza poder? ¿Por qué sencillamente la presidenta no anunció sólo dos alternativas, parlamento o Asamblea Constituyente, junto a un proyecto de consulta popular en las elecciones municipales? ¿Por qué no comprometerse a una Constitución antes de las elecciones presidenciales de 2017?
Al mirar el conjunto de las decisiones tomadas, es posible afirmar que aquí nadie es víctima pasiva de los acontecimientos. Tanto reformas como Constitución han sido dilatadas y diluidas. Reforma laboral, tributaria y educacional, por un lado, y Constitución por otra, han sido sometidas al embudo de siempre: “en la medida de lo posible”. El argumento vuelve a ser la “viabilidad política”, la “institucionalidad”, la “correlación de fuerzas” y si hay o no hay “piso”.
Sería bueno plantearse si es lo inverso, si todo esto es tautológico, es decir, una afirmación obvia y vacía, que se termina justificando a sí misma. En política es el liderazgo el que tiene que producir la viabilidad, no la casualidad ni Zeus. Imputarle cualidades o defectos a las “masas” es como hacerlo al zodiaco. La verdad que es nada ni nadie que no sea la ciudadanía en la calle ha empujado la relevancia política de las reformas y la nueva Constitución; nunca el Congreso ni los partidos-cárteles que se reparten las instituciones en Chile en tanto corporaciones se han interesado en dispararse a los pies.
Si la presidenta y los dirigentes que se comprometieron en esto fueran coherentes con el asunto de la “viabilidad”, no apelarían al “realismo” de las coyunturas para hacer los cambios más lentos, parciales y hasta imposibles, sino que a esos obstáculos deberían oponer con astucia e inteligencia el fluir de la voluntad ciudadana y la creación de un escenario político propicio, en vez de disolverlo o aguarlo.
No es sólo la derecha clásica: reformas y Constitución de verdad se enfrentan en Chile a un modelo neoliberal y anti-democrático de 25 años, un pacto de una élite partidista sumamente corrompida, una tiranía de 17, y un autoritarismo constitucional, oligárquico y militar casi continuo desde 1810. La tarea del liderazgo político es cómo resolver esa ecuación, no distraer al país ni ofrecerle migajas porque “peor es na’”.
Es lamentable ver que hoy los temas en la reforma, incluyendo otras posibles como la administración de fondos de pensiones, y la posible nueva Constitución, no sólo van muy por detrás del resto de América Latina que viene de vuelta de los modelos neoliberales, sino que están muy por debajo de la estatura de los cambios que la ciudadanía movilizada reivindicó entre 2006 y 2012.
Parece que otra vez meten a Chile en el laberinto de la ingeniería y el cálculo pequeño, aquello que Antonio Gramsci llamaba “política chica”; otra vez aparece como telón de fondo el miedo terrible a los ciudadanos, y otra vez a los poderosos se le pone, al alcance de sus manos, el freno de emergencia. Quienes resulten responsables no pueden luego hacerse los lesos.