“Era un alma vieja en un cuerpo joven” es una de las primeras cosas que escuchamos en el recientemente estrenado documental Amy (2015, Asif Kapadia), que actúa como resumen de una existencia quizá destinada desde un principio al fracaso: una sensibilidad y un talento de otro tiempo, habitando el mundo en tiempos implacables.
La Amy Winehouse de esta película nos llega por fragmentos, en los que la genuina emoción se cuela, más que a través de los relatos llorosos, mediante la contundente evidencia de la música.
Los mejores momentos son, en efecto, aquellos en los que Amy aparece sin artificios y que nos conectan con la adolescente pícara de los primeros minutos de metraje: Amy disfrutando sin más del canto o recibiendo incrédula los aplausos del público, como si fuera la primera vez; Amy haciéndonos parte de su nerviosismo antes de que su ídolo, Tony Bennett (el mismo que la compara dolorosamente con Billie Holiday y Ella Fitzgerald), la anunciara como ganadora del Grammy a Mejor Álbum del Año 2008; Amy con la respuesta ácida a flor de labios ante las preguntas estúpidas.
El gran mérito del documental es transmitir que sí, Winehouse era un caudal, una fuerza de la naturaleza, pero era también la chica frágil que cargaba con depresiones y trastornos alimenticios mal cuidados (“pensé que era algo pasajero”, confiesa la mamá sobre la bulimia que la aquejaba desde los 15 años).
Así, nos enteramos que, al grabar su segundo disco, Back to black (2007), Amy ya coqueteaba con el abismo, y luego de ello queda la certeza de que quienes la rodeaban la dejaron drogarse y autoflagelarse en una medida útil al mito de la “vida total” (Edgar Morin) que haría de “Rehab” un éxito rotundo.
Es quizá también eso lo que explica el uso excesivo de recursos que no eran realmente necesarios: mucha, mucha toma ralentizada; morbosos primeros planos que no necesitábamos ver o las letras de sus canciones apareciendo en pantalla en tipografía cursi.
El documental se sumerge pronto en un afán excesivo por identificar culpables, por el que van apareciendo personajes ya repetidos en la galería de Hollywood: el papá-manager en la sombra, para el que pronto la sombra no fue suficiente; los ejecutivos de la disquera, como el que confiesa que la obligó a internarse porque “ya venían los Grammy”; el novio vividor y vicioso (quizá el más inocente de esta historia); y claro, los paparazzi y los medios que luego de ensalzarla no pararon de burlarse de su aspecto y sus adicciones.
Pero estamos también nosotros, quienes consumimos sin parar las fotografías que registraban su rápido descenso al abismo. Lo cierto es que el público indolente es un actor más en esta historia. La escena de ese concierto en Serbia, en que se le ve totalmente perdida mientras le gritan “canta o si no devuélveme mi dinero, es una de las más difíciles de ver.
Ya hacia el final, vemos a Amy Winehouse realmente sola y la interpretación de temas como “Tears dry on their own” que vemos no puede ser más contundente en ese sentido. A Amy la mataron, al final, todos y ninguno.