Quienes circulan muy temprano por la mañana, tipo cinco, podrán extrañarse al ver a hombres de calle consumiendo de sus cajas. ¿Dónde consiguen el vino a esa hora?
Con motivo del funeral, hace algunas semanas, de uno de ellos, Víctor, apodado Filo, obtuve respuesta a muchas interrogantes.
“Existen en toda la ciudad unas coordenadas, casas donde a cualquier hora de la noche, al golpear la ventana aparece una mano en la cual se depositan mil pesos y aparece una caja. También clandestinos y almacenes que abren a las siete”.
Quienes pernoctan en albergues no están obligados a salir a la calle antes de las nueve, pero madrugan puesto que al anochecer antes de acostarse, han escondido una caja en algún lugar cercano. A veces temen que los hayan sorprendido en la maniobra y por eso salen al rescate del botín.
De todos modos, el vino es compartido y queda en evidencia que la gente da, de buena o mala gana, la moneda solicitada.
Me cuenta uno que basta pararse en Bories con Colón donde pueden pasar doscientas personas en cinco minutos y no faltarán diez que suelten cien pesos.
El alojamiento es variado pero todos coinciden que un hombre de calle santiaguino no sobreviviría una semana en esta ciudad.
“Ahora con los paraderos, algunos se tapan con cartones y logran dormir. Otros hemos usado el puente bajo los dinosaurios, incluso hicimos un techo. Los vecinos a veces nos ayudan con dinero e incluso nos regalaron un colchón nuevo de dos plazas. De todos modos, esta vida no se la deseo a nadie, pero fue mi opción”, me dice un rehabilitado.
A veces vienen personas a molestarnos, la policía poco, pero la Marina nos hace apagar las fogatas. El problema de la ropa es que si llegas con la mochila cargada, te sacan cosas apenas le quitas la vista de encima. No obstante, existe una gran solidaridad entre todos nosotros, incluso los que hemos dejado la calle.
Esta opción de vida, incluye a profesores universitarios, astrónomos y personalmente conocí a un profesional que dominaba perfectamente el alemán y el ruso.
“En el fondo es una forma egoísta de suicidarse, porque si no sales de la calle, difícilmente llegas a viejo. Víctor era un hombre optimista, feliz, siempre en positivo”, me cuentan.
Yo pregunto si era tan feliz porque escogió esa forma tan cruel de sobrevivir.
La gente de calle esta dividida en varios grupos por afinidad de los integrantes, no son rivales. Rara vez pelean entre ellos, aun cuando han ocurrido casos que llega gente al hospital con tajos provocados por cuchillos.
Durante el día los que viven bajo el puente beben y duermen en lapsos de máximo una hora hasta que sienten el síntoma de abstención. Luego salen a reabastecerse
El tema de los baños es algo aparte: todos son públicos, o sea, en cualquier parte.
En Puerto Natales, hace un par de años, levantaron una especie de carpa cerca del centro y era el “hotel” privilegiado de la gente de calle. “Preferimos gastarnos cinco lucas en copete que en una pensión barata”, explican.
Ha habido mujeres de calle, pero muy pocas, la mayoría bebe en sus casas y constituyen un número considerable en la ciudad. La amenaza que el Sename les quite a sus hijos es la causa principal que las induce a moderarse.
“El día pasa volando. Entre caminar, consumir, pegarse una siesta y mendigar, uno no se da cuenta que es hora de irse al albergue o al lugar que ha elegido para dormir. En invierno, nuestra existencia es muy dura, con la nieve y las heladas, peor. Pero nada logra sacarnos de la calle. Ya se lo dije, es una opción de gente humilde, analfabeta y de ilustrados. Muchos rehabilitados reinciden, y sobre ellos recae la desconfianza de sus familias que volvieron a creer en ellos y fueron defraudados, por eso prefiero seguir así”.
Los clochard en París constituían parte del paisaje turístico. Eran unos trescientos vagos que nadie importunaba y que una vez al mes eran recogidos en buses que los llevaban a Nanterre, cerca de la capital gala. Allí los bañaban , medicaban, desparasitaban, les daban ropa nueva, les cortaban el pelo y los soltaban a la calle. Esta tradición se cortó con la inmigración de miles de pobres de los países del este, especialmente búlgaros y rumanos, que han invadido París y así han desplazado a los clochard.
Antes de regresar a Chile, hace quince años, le pedí a Bernard, un clochard que me dejara ser uno de ellos por dos días, como experiencia personal. “Bajo ningún motivo”, contestó tajantemente. “Nos conocemos todos y no te dejarán en paz hasta que te vayas”.
Hoy el panorama urbano parisino, lo muestra colmado de inmigrantes (familias enteras) que duermen en colchones en las veredas porque no hay legislación que lo prohíba. En consecuencia, ahora más se teme al robo que al mendigo.