Tradicionalmente, la fecha del 24 de junio se relacionaba con toda una suerte de ritos y pruebas adivinatorias. Sin mayores explicaciones, la Noche de San Juan aparecía a fines de junio como una noche llena de misterio en la que la higuera florecía, y junto a ella, también podía aparecer el diablo. Hubo quienes dejamos papas debajo de la cama para saber cómo sería nuestra suerte con el dinero, de modo que si de las tres papas que se dejaban fuera de la vista y se sacaba al azar la papa pelada, el pasar estaría bastante apretado. No así, si salía la papa a medio pelar y, en el caso de que saliera la papa sin pelar, nuestros bolsillos estarían muy bien dispuestos. ¿De dónde se sacaba esta información? No había internet ni los diarios de la época destinaban espacios para una fiesta pagana que no revestía mayor importancia para quienes estaban en la ciudad. Sin embargo, la noche del 23 de junio era muy esperada y comentada en espacios escolares y comunitarios, dando cuenta de una tradición fuertemente enraizada en nuestro imaginario colectivo. Dentro de la educación formal de hace tres décadas, no había ninguna alusión a esta fiesta. La Noche de San Juan era en un rito casero, puertas adentro, lleno de imaginería y superstición, que lo convertía en pecaminoso para las señoras mayores y creyentes de las familias. Era un boca a boca que se esparcía y aprendía con la facilidad y avidez con que se busca lo prohibido.
Es algo difuso saber en qué momento, sin embargo, la Noche de San Juan fue perdiendo su importancia. Para el coordinador de la Cátedra Indígena de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, Claudio Millacura, esta fecha se puede situar con la transición política que se iniciara a comienzos de los 90. De modo que la tradicional Noche de San Juan, cuyas raíces se sumergen en tradiciones celtas y también en la cultura española, va siendo reemplazada por el Año Nuevo de los pueblos originarios. Así entonces, casi de golpe y porrazo, en el Chile de fines del siglo XX se empieza a conocer sobre una festividad que durante centurias había sido un rito en estas tierras pero que había sido desplazada por otra extranjera desde la llegada de los españoles. Hace solo 30 años, se empezó a hablar con cada vez más naturalidad y conocimiento de we tripantu o wiñol tripantu. Según el etonógrafo Ziley Mora, “es la fiesta del Año Nuevo, del retorno o salida de la luz solar y se celebra a inicios del solsticio de invierno. Es la ceremonia del acompañamiento de renovación de los ciclos naturales. Data de siglos, pues responde a la lógica y normativa de la naturaleza y del cosmos, a través del cual los primeros mapuche asumieron y adaptaron su vida individual y colectiva”( Zungun. Diccionario Mapuche. Ed. Uqbar). Y de pronto, como si nuestra vista hubiera estado nublada por años, empezamos a darnos cuenta que el solsticio de invierno es un punto esencial del calendario solar que marca un nuevo ciclo, que es cuando el sol aparece detrás de la punta del Cerro El Plomo, y cuando el que florece no es la higuera sino que el canelo, el árbol sagrado del pueblo mapuche.
La noche más larga del año es la más importante para los pueblos originarios de toda América. Y los mapuche, en el sur del continente, la iniciaban con una rogativa encabezada generalmente por la machi, como autoridad máxima del lof o comunidad. Que allí durante la oscuridad de esa fría noche se entonaban cantos o pillantu, se realizaban danzas o purrún y se bebían brebajes especiales. Con perplejidad nos enteramos que cuando experimentamos las temperaturas más frías del año, a partir de la medianoche, se sumergían en las frías aguas de los ríos para enfrentar el nuevo ciclo vital con el cuerpo y el alma limpia, como que el gran cierre era una comida comunitaria y ritual llamada misawün.
Lo que pasa es que nuestros pueblos originarios, vivían en comunidad con la naturaleza y lo que le afectara a ella, los afectaba a ellos. Esa capacidad de leer los mensajes que vienen de la naturaleza se llama Pewütuwún y es algo que nos urge recobrar, más cuando hemos hecho de nuestro aire, una pócima irrespirable, de nuestra agua, un recurso económico escaso y contaminado, y de nuestra tierra, una gran loza de alquitrán.
Es una invitación a ver con otros ojos y darnos cuenta que la vida está allí, volviendo a nacer, como esa promesa que tanto necesitamos en esta época del año y sobre todo, en estos tiempos tan revueltos.