Y nací de repente, a la medianoche justa del We Tripantu, un 23 de junio hace muchos años en un carnaval de bandurrias y luciérnagas azules que revolotearon tres días completos por entre el campanario de la lluvia del país de Valparaíso. Y cuentan los antiguos habitantes de Valparaíso que la gente se persignaba sin cesar, atemorizada por aquel enjambre de luz que parecía anunciar la salida del sol en medio de la noche. Y las parroquias de la ciudad aumentaron sus misas y los curas no daban abasto para la multitud de feligreses que de pronto quiso confesarse ante la inminencia del fin del mundo. Entre ellos, la abuela Julia, que en realidad era la única bisabuela viva y entera, según algunos, e irremediablemente muerta, según otros, que anunció sin previo aviso al asombrado confesor que ella alguna vez había sido virgen, pero ya no, a pesar de lo que decían envidiosas las vecinas más cizañeras. Estas susurraban que, lo cierto, es que la señora había muerto virgen, víctima de un ataque al corazón cuando, en medio de la peor tormenta que había azotado al puerto en mucho tiempo, encontró un galeón incrustado en el patio de la casa, allí a la sombra del damasco.
Entonces, no eran los gatos los que ahora gemían cada noche, decían, sino la abuela que lloraba por su eterna mala suerte. Es que, deslumbrada por aquel extraño navío, descendió cautelosa las añosas escaleras y salió al patio para encontrarse de golpe con el más hermoso de los corsarios que la miraba fijamente con los ojos negros más oscuros que ella jamás hubiera visto. Era como si llevara la noche en la mirada y en la profundidad de su penumbra navegaran todos los barcos perdidos en noche de tormenta como ésta. Pero la abuela no pensaba en mares lejanos, sino que en su molesta virginidad que la angustiaba tanto que le impedía confesarse los domingos para no espantar al párroco español que, cuentan, estaba enamorado de ella. Por lo mismo, en un arranque de coraje, sin decir una sola palabra, tomó las gélidas manos de aquel hombre tembloroso de frío, empapado por la lluvia que no cesaba de caer en la ciudad, lo llevó escaleras arriba. En su pequeño cuarto, cerca de la iglesia y del cielo, recuperó el aliento, se despojó de su camisón de dormir y aterrada por ofender a sus dioses, le pidió dulcemente a su corsario que se sacara sus ropas. Pero el ya había comprendido y estaba desnudo frente a aquella mujer pequeña que lo miraba extasiada desde el injusto abismo de su virginidad. Nunca había visto a un hombre desnudo y se sobresaltó ante lo que parecía un animal demasiado pequeño para un gigante de ultramar. Pero nada importaba, era su día, su noche, el amor de su vida que llegaba en medio de la lluvia para colmarla de felicidad. Así, sin tregua, se besaron apasionadamente, se tocaron y recorrieron cada paraje de sus almas y, cuando la abuela ya sólo deseaba arrastrar a aquel hombre a su propia profundidad y dejar de ser la única virgen del barrio, un rayo azul partió la habitación en dos, fulminando a la abuela sin remedio en un estallido multicolor que se escuchó hasta en el último cerro de la ciudad.
Todo esto le contó al cura mientras yo bregaba por entender este universo en la fría madrugada del Año Nuevo Mapuche, aunque mi madre dice que no hay duda que nací el 23 de junio, pero jamás fue en la noche, sino que un mediodía de sol y de carreras de caballo a la inglesa y, por lo tanto, mi llegada al mundo nada tenía de mapuche y que deje de inventar cuentos que para eso están los escritores de verdad. Pero, yo estoy seguro de haber percibido un leve olor a humo que me hizo arriscar la nariz cuando dejaba para siempre el vientre materno. Y, además, creí escuchar el murmullo de un riachuelo argentado asomado por entre el cántico de hombres y mujeres que celebraban el momento de renovación de las fuerzas de la naturaleza. Y había música y baile y solemnidad y alegría y esperanza. La esperanza de los hualles y el pewen que besa el cielo con pasión en las noches de luna llena; de los choroyes enamorados, de las bandurrias cósmicas, de la tierra húmeda con aroma a pasto virgen.
Todo eso sentí, lo prometo, aquella lejana noche de invierno, aunque nadie me cree, sin embargo, me asiste la certeza de que si mi abuelo Luis estuviera vivo, el asentiría quedo con su mirada de vicuña alentando mi proverbial memoria. El era de Arauco, de las profundidades mapuche, sin serlo y el me contó alguna vez, sin contármela, porque nunca lo conocí, la historia de aquella joven que había emprendido el camino del Señor a los dieciséis años cuando una decepción amorosa le ensombreció el alma y le torció el destino. Fue allá en Capitán Pastene, un pueblito del sur de Chile donde inmigrantes italianos construyeron su propio edén en territorio indio, pero sin indios, por supuesto. Entonces, cuando la joven se enamoró perdidamente de un mapuche de pelágicos ojos negros que bajaba cada día a buscar el agua que le habían quitado por la fuerza los colonos, sus padres la encerraron un año completo en la casa paterna. Pero ella se escapaba por las noches de plenilunio a buscar la felicidad perdida cerca del arroyuelo que visitaba el amor de su vida.
Allí, escondidos de la furia familiar, se miraban eternamente a los ojos sin atreverse a pronunciar palabra alguna por temor a despertar los viejos fantasmas de la guerra. Porque los colonos italianos se instalaron en territorio mapuche sin permiso de éstos y aunque ahora coman pasta con merken, siguen siendo extranjeros en tierra ajena y los mapuche poseen una memoria colosal que no perdona, pues no tienen nada que perdonar. Pero Anselmo Marileo, no pensaba en eso cuando la vio en el justo momento en que una estrella fugaz se recortó fulgente sobre el cielo de la noche sureña. Y en esa dulce brevedad cayó una gota de luna entre flores y ríos que, preñadas de futuro, comenzaron el proceso de renovación de la naturaleza.
Era el We Tripantu, el año nuevo mapuche, que anunciaba por primera vez en su vida cánticos de amor, pues era la mujer más hermosa que había conocido jamás y el quería perderse para siempre en la ternura de su candorosa sonrisa. Como los treiles que se perdían entre los árboles, mareados con aquella risa imposible que reverberaba en las hojas bermejas del notro. Y desaparecían para siempre, pero daba lo mismo, porque la frágil joven presagiaba conciertos de violines de fuego hasta que la muerte nos separe. Entonces Anselmo se acercó con toda su ancestral timidez a la morena de su vida entre las volutas del inmemorial fuego. No supo que decirle y sólo logró barbotar un te quiero tan breve que ni siquiera pudo salir de sus apretados labios de niño antes de derretirse en una tormenta volcánica que le empezó en la cara, le atravesó la garganta y se le posó en el vientre con tal fuerza que emitió un grito duro y hosco que asustó a todos. Menos a ella que comprendió con una leve sonrisa que aquel esmirriado hombrecito era el hombre de sus sueños.
Hasta la noche invernal cuando, en medio de la torrencial lluvia, los sorprendió el padre de Beatriz en el instante justo en que Anselmo Marileo acariciaba por vez primera sus pechos de niña asustada. Fue tal la ira del padre que sin vacilar subió la colina con hombres armados hasta los dientes para matar indios, como antes, como siempre.
Eso me lo contó mi abuelo, sin contármelo, porque era de las profundidades mapuche, sin serlo y yo nací en el momento preciso del We Tripantu un 23 de junio hace muchos años en un carnaval de bandurrias y luciérnagas azules que revolotearon tres días completos por entre el campanario de la lluvia del país.