En 2002, el recién fundado Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de corte islamista y de derecha, ganó las elecciones legislativas en Turquía. Era el principio de un cambio en la política de la nación mediterránea, que pasaba de estar gobernado por secularistas a un partido con ideología religiosa. Entre 2003 y 2014 con un sistema parlamentarista, Recep Tayyip Erdogan fungió como Primer Ministro hasta que se modificó el régimen por uno presidencialista, y cuyas primeras elecciones le dieron la victoria en 2014. Parecía un líder bastante popular, sin embargo, no tardaron en mostrarse las derivas autoritarias del gobernante turco. A la par, la economía vino a la baja, pasando de un crecimiento anualizado del 8% en 2011 al 2.2% al año siguiente; creció la inflación, la libra turca se devaluó, se revelaron problemas de liquidez, aumentaron las tasas de interés, y se reveló un programa de obras públicas muy ambicioso para festejar el centenario nacional (2023) pero que ha comprometido seriamente las finanzas nacionales. A esta crisis económica le siguió, como era de esperarse, una serie de protestas políticas y sociales en los años subsecuentes.
En 2013, durante los meses de mayo a agosto, se gestó un importante movimiento de protesta cuya chispa inicial fue la intención de reemplazar el importante parque Taksim Gezi en Estambul por un centro comercial combinado con algunas viviendas de lujo. Esas protestas contra la pésima política de planeación urbana pronto se extendieron a otras problemáticas sensibles a la sociedad: libertad de prensa, la libertad de asamblea y una defensa del secularismo. El gobierno de Erdogan reprimió fuertemente las protestas y el saldo final fue de una decena de muertos y se calcula que centenares fueron heridos. A la par, Erdogan había iniciado una limpia de militares, periodistas, políticos y académicos de corte secularista, acusados de pertenecer a organizaciones clandestinas que, según los informes gubernamentales, habían intentado en distintas ocasiones dar un golpe de Estado. Los juicios involucraron a más de 275 individuos con un perfil destacado que fueron sentenciados a varios años de cárcel, algunos a cadena perpetua. A partir de esos sucesos el autoritarismo en Turquía ha ido en aumento.
El 15 de julio pasado hubo un intento de golpe de Estado por parte de una facción del ejército. Erdogan también ha insistido que el clérigo Fethullah Gülen fue el cerebro del golpe que costó la vida de más de 250 personas, más de 1.500 heridos y por el que han sido arrestados más de 10.000 individuos, la mitad de ellos militares. Para muchos Gülen, es el individuo turco con más poder después de Erdogan, con quien mantuvo buenas relaciones hasta los casos de corrupción en el gobierno en 2013. El clérigo ha creado una comunidad de seguidores alrededor del mundo cuyo nombre es Hizmet (“Servicio”) y que está estrechamente relacionada con los jóvenes ya que es promotora y copropietaria de universidades y residencias para estudiantes. Desde 1998 vive en Pennsylvania, Estados Unidos en una especie de autoexilio, pero sigue manteniendo una importante influencia en Turquía y en los turcos que viven en el exterior. Contrario a lo que pudiera pensarse, dada su investidura como clérigo, Gülen práctica un islam moderado (hasta el momento) y con menores tendencias autoritarias que las de Erdogan. Gülen y Erdogan fueron aliados muchos años en la promoción de un gobierno con valores musulmanes y en contra de los kemalistas, el grupo político que defiende un nacionalismo laico.
Ninguna conexión directa se ha comprobado entre Fethullah Gülen y la facción del ejército que intentó el golpe de Estado. Desde los primeros minutos del golpe hubo muchas voces que anticiparon su fracaso ante el escaso apoyo popular y de personalidades y consideraban que era cuestión de un par de días para que Erdogan retomara el control del gobierno. No fueron un par de días; fue cuestión de un par de horas para que los golpistas fueran controlados y derrotados. Hay quienes se han preguntado de la posibilidad de un autogolpe, aunque por el número de militares involucrados y las altas penas que se les darán, suena improbable a que la mayoría se haya prestado a una simulación de tal envergadura. Sin embargo, después de retomar el control del país no podemos decir que la vida ha vuelto a la normalidad. Todo lo contrario. Los acontecimientos parece que le han dado a Erdogan el pretexto idóneo para profundizar sus posiciones autoritarias y realizar una limpia de los opositores que se encuentran tanto en el gobierno como en la sociedad civil.
La “purga” de la sociedad turca es preocupante. Hay 118 generales detenidos y 99 de ellos ya enfrentan un proceso penal; 262 jueces se encuentran en custodia; a los académicos y empleados de las universidades se les ha prohibido viajar al extranjero y a los que se encuentran fuera se les ordenó regresar de manera inmediata; más de 6 mil maestros han sido suspendidos de sus puestos de trabajo hasta nuevo aviso; hay 11 mil procesados a los que se les acusa de estar vinculados directamente al intento de golpe de Estado, algo que se antoja difícil de creer. En total, hay más de 60 mil personas afectadas por las acciones de un gobierno que se está manejando más como una autocracia más que como una democracia, algo que parece que irá empeorando en los próximos días ante la declaración del estado de emergencia. Esta medida contempla restricciones a derechos constitucionales como la libertad de movimiento, la de reunión y la de expresión. También permite la posibilidad de imponer toques de queda a voluntad y hacer registros sin autorización judicial previa.
El futuro cercano no pinta nada bien para Turquía. Erdogan, quien siempre se caracterizó por su mano dura y carácter autoritario hoy parece tener vía libre y el apoyo de un importante sector de la población, sobre todo de los musulmanes más ortodoxos. Nacionalistas, laicos, kurdos, organizaciones feministas y otros sectores no sólo tendrán que remar en contra, como lo habían hecho hasta ahora, sino que sus vidas están en auténtico peligro. Europa parece estar ensimismada con sus propios problemas y si Erdogan les garantiza que será el quien les haga una importante parte del trabajo sucio contra los inmigrantes que vienen de Siria y Medio Oriente seguramente optarán por voltear la mirada hacia el otro lado en la violación de los derechos políticos y humanos de los ciudadanos turcos. Mala política. Las ventajas que se obtienen en el corto plazo pueden lamentarse en el mediano y largo plazo, ya que se está alimentado la figura de un autócrata y quizá de un dictador.