Sociedades de silicona

  • 29-08-2016

No. Nuestra sociedad no es líquida. Tira más bien a gaseosa. Y cuando digo “nuestra sociedad” me refiero a cualquiera de ellas, excepción hecha de las que no han tenido mucho contacto con la modernidad. Es decir, un puñado escaso.

En un apartamento tokiota un caballero que ronda la sesentena y que vive en uno de esos minúsculos habitáculos de la capital nipona, ha decidido que el amor de su vida es la muñeca plástica que había adquirido con fines únicamente sexuales. El buen hombre, casado y con hijos, dice que, de pronto, ha descubierto el espíritu de su maniquí de silicona, que le hace feliz y, en consecuencia, él corresponde como un amante devoto: la baña, la peina y la saca de paseo. Eso por citar tan solo los detalles rutinarios que se pueden exhibir públicamente sin mucho rubor. Lo sorprendente es que a nadie de su entorno le choca ver a este apacible señor empujando una silla de ruedas sobre el que descansa el peso muerto de su amor inerte. Esta anécdota no sé si me llama más la atención por lo inquietante o por lo grotesco. No puedo evitar que me traiga a la memoria las sórdidas historias que Yasunari Kawabata recogía (magistralmente, eso sí) en “La casa de las bellas durmientes” -ese prostíbulo donde los frecuentadores ancianos se complacían en el erotismo que emanaban muchachas en flor, cloroformadas, sumidas en una mudez y estado de beatitud semi-comatosa, que hacía del ritual de acostarse con ellas algo muy cercano a la necrofilia-. Una sordidez que luego acaricia un Gabriel García Márquez en horas bajas en “Memoria de mis putas tristes”.

Hay una eclosión de silicona, que atiende a los reclamos masculinos. Justamente también en Japón un pedófilo activo y muy consciente de serlo, fabrica “menores de silicona” -copias perfectas de infantes reales- para satisfacer los gustos de quienes encuentran placer en el sexo con niños. Según él, es una manera de atenuar los daños globales que causan a lo que se llama el “tejido social”: el plástico, a fin de cuentas, ni siente ni padece. Aunque esa teoría, o más bien la sensibilidad de la que procede, no es generalizable. Las autoridades australianas decidieron requisar los muñecos-niños que se enviaron al país desde Japón porque consideraron que la reproducción, o metáfora, de un acto deleznable…era tan deleznable como el acto en sí.

El mercado de las filias es un cajón sin fondo. Uno de los practicantes más veteranos de la vida sentimental siliconada es un joven, afroamericano y neoyorquino, que hace años que comparte apartamento e intimidad con dos muñecas: una a la que considera su esposa y otra a la que considera la amante…de su esposa. Vive con dos réplicas de mujeres reales gracias a la aleación o alquimia entre la escultura perfecta en silicona y los avances de la robótica. Y, todo sea dicho, a una imaginación desbordante. Según él, una relación fructífera y maravillosa que no le da ningún ser humano. Quizá su caso no pasaría de excentricidad puntual. Pero sus miles de seguidores en la red sí producen un cierto escalofrío: una sociedad misantrópica, probablemente misógina, encerrada en el silencio de la vacuidad, en el hermetismo higiénico de la autocomplacencia,  en la renuncia a las emociones verdaderas. Una sociedad sin piel.

Como parecía injusto que el mercado se llenara de muñecas de silicona emulando a las mujeres reales, alguien tuvo la feliz ocurrencia de crear muñecos de silicona con destinatarias femeninas: verdaderos muchachotes fornidos, dotados de potente musculatura y movimientos visuales sugerentes. Pero las potenciales clientas han reaccionado con un realismo desarmante y poco esperanzador: ellas prefieren un hombre de carne y hueso. Y la silicona la reservan a los trabajos de bricolaje, si hace falta.

Este mundo de niños adultos nos ha traído una marea de adultos muy niños. Pero los niños adultos o los adultos niños, en su “perversidad inocente”, o en su “inocencia perversa”, han plastificado la sociedad. Y la han desprovisto de tacto.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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