Para una Convención Nacional de Cultura

  • 30-08-2016

Conviene que yo empiece mi intervención de hoy recordando y expandiendo la amarga tesis de Tomás Moulian, según la cual la revolución la hicieron en Chile la dictadura militar y sus aliados, los graduados de la escuela de negocios de la Universidad de Chicago, y no los revolucionarios. En efecto, a todos nos consta que dos o tres años después del golpe de septiembre de 1973 se puso en marcha en nuestro país una transformación sin precedentes en lo relativo a las dimensiones económica, social y política de la vida en común y que lo más grave es que ese proceso no acabó con el fin de la dictadura sino que se prolongó y amplió durante los casi treinta años de la postdictadura. Los parámetros que económica, social y políticamente ordenaron entre nosotros el despliegue de la que yo llamo la “segunda modernidad” latinoamericana, la que va desde 1920 hasta la década del setenta y que se cierra con los nuevos golpes de Estado, durante cuyo transcurso se produce el ascenso de los grupos medios y algunos difíciles pero efectivos avances proletarios y campesinos, quedaron entonces atrás y fueron reemplazados por otros. Estoy pensando ahora en la fragmentación de la llamada clase media chilena, que había logrado niveles de crecimiento más o menos homogéneos y más o menos aceptables durante el período anterior y que pudieron mantenerse después sólo en unas pocas secciones de la misma; en el fomento de una economía de exportación en desmedro de un desarrollo económico doméstico, con la consiguiente contracción de la clase obrera; en la distancia de los ricos respecto de los pobres, que no se había visto desde hacía cien años en la historia del país; y en el desprecio por los derechos ciudadanos cuyo mejor ejemplo es la Constitución política que se hizo aprobar la dictadura en 1980 y cuya vigencia hasta la fecha nadie que no sea chileno se explica.

Todo lo anterior es cierto, pero lo que a Moulian se le olvidó fue que, junto con esa revolución económica, social y política, se desencadenó también en Chile durante la dictadura y ha continuado durante la postdictadura, una revolución cultural. El país cambió no sólo a causa de un incremento de las inequidades económicas (consecuencias éstas del manejo de la producción material de acuerdo con las reglas seudocientíficas que impone la ideología del neoliberalismo) y el conservadurismo político (una desconfianza grosera y persistente en la capacidad de los ciudadanos para adoptar decisiones sensatas, el desdén por los gritos de “la calle”), sino también porque se produjo un cambio en las conciencias de las personas.

Ahora bien, ¿en qué consiste ese cambio? Esencialmente, en una exacerbación neurótica y agresiva del individualismo. La dictadura les inculcó a los chilenos que lo único que debía importarles era su identidad singular hasta desbordarse y extinguirse, y esto sólo en el mejor de los casos, en la identidad familiar. Para decirlo con el lenguaje del partido político más a la derecha de la derecha chilena, que ésas y no otras  eran las “cosas que le interesaban a la gente”. Que todo lo demás debía dejarse en manos de “los que saben”: unos “expertos” a los que esa “gente” no necesitaba conocer pero que eran los únicos misteriosamente habilitados para definir qué se iba a hacer, cuándo y de qué manera. Esto es fácil de comprobar y es aún más fácil de decir. Pero no ocurre lo mismo con sus consecuencias. En otras palabras, no ocurre lo mismo con la naturalización de sus efectos. Porque en esto consiste el gran secreto de una postrevolución victoriosa, y más aún cuando esa postrevolución está llena de trampas. Que los cambios que ella promueve sean asumidos por quienes los experimentan como materia de sentido común.

El primero de los efectos de marras es la falta de un horizonte supraindividual de identificación y pertenencia societaria. En el período anterior de nuestra historia moderna, ese horizonte había existido, aunque fuese zigzagueando (una cosa es el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, que proclamó que “gobernar era educar”, y otra el de Gabriel González Videla, que hizo aprobar la “ley maldita”), pero el golpe dio al traste con él. Con el golpe de septiembre del 73 los chilenos empezamos a dividirnos súbita y rencorosamente. Cierto, en tiempos de dictadura se quiso reinstalar la solidaridad desde arriba, apelando a una exaltación de los nacionalismos más burdos. Era necesario restituir la cohesión social a cualquiera fuese el precio. Recuérdense tan sólo a esos colegiales chilenos a los que se obligaba a cantar la canción nacional completa, poniendo especial énfasis en la estrofa de los “valientes soldados”, o recuérdense el “Altar de la Patria” y la “Llama de la Libertad” cortando el tránsito en la mitad del Paseo Bulnes, y en otra docena de patriotadas similares. Para decirlo no muy metafóricamente, se trataba de generar conciencia nacional a palos. Y, claro está, se puede generar obediencia a palos, pero jamás conciencia. Por debajo, y como una deriva necesaria de las condiciones objetivas en medio de las cuales los chilenos habíamos empezado a sobrevivir, lo que se estaba gestando en Chile en realidad era el recelo y la sospecha del otro, la de ese otro que no es como yo. Un otro al que por consiguiente yo no debo considerar como mi igual, porque nada tiene que ver conmigo, porque no es un prójimo mío sino, cuando mucho, mi próximo. Y la realidad última de ese próximo es que él es mi contrincante y, eventualmente, mi enemigo.

La identidad particular de los chilenos, o sea su ser más allá del nivel de la pura individualidad (si es que tal pureza existe), quedaba de este modo confinada al ámbito de la familia como el punto de su máximo despliegue. Hasta ahí llegaba el horizonte de pertenencia a e identificación societaria. El más allá de la familia era, debía ser, un campo erizado de púas en el que nadie que no dispusiera de la autorización requerida podía penetrar. A no ser que ese “más allá” lo ocupara un universo de fantasía, banal pero tremendamente pernicioso, el que nos inocula la cultura popular mediática, compuesta en su mayor parte por artículos de importación y, por lo tanto, flagrantemente contradictorios con el nacionalismo que al mismo tiempo se procuraba naturalizar.

Era el estreno en Chile del “ocultar mostrando” de que habló Pierre Bourdieu en sus análisis sobre el funcionamiento de la televisión, cuando puso en descubierto y denunció las faenas desmovilizadoras que a su juicio cumplía este “colosal instrumento de mantenimiento del orden simbólico”, esta “forma particularmente perniciosa de violencia simbólica”1. Pero, aun cuando la televisión haya sido el vehículo predilecto para la desactivación y docilización de las conciencias chilenas en dictadura y en postdictadura, no es el único. Estoy pensando esta vez en algo más vasto, que apunta más lejos y es aún más perverso, en el triunfo generalizado de la banalidad como una suerte de paradigma cultural cuyo gran mérito consiste en ser neutro (y disfrutable desaprensivamente por ser neutro), y respecto del cual la cultura popular mediática, en cualquiera de sus formas, la televisión u otras, constituye sólo el más fiel de los dispositivos. El resultado es un espacio público estupidizado, embrutecido por su sistemática exposición a la confortable placidez de lo inocuo. Una banalidad que por eso mismo no era ni es la tonta ingenua y sentimental por la que la toman las personas de buen corazón, sino que constituye un distractivo eficientísimo que facilita el que los dueños del poder lo ejerzan sin contrapeso. Porque si la falsa ingenuidad constituye un síntoma inequívoco de inopia intelectual, los melodramas del sentimiento son los que reemplazan la ausencia de un gusto estético genuino, fecundo y fecundante.

De acuerdo, resistencia a la políticas estupidizadoras ha habido siempre. Podemos pensar, por ejemplo, en la segunda etapa dictatorial, la de los años ochenta, cuando se multiplicaron las protestas públicas contra los desmanes del régimen de Pinochet, cuando los chilenos salieron a las calles y los políticos opositores, los que hoy día ponen oídos sordos al tema, clamaban a los cuatro vientos por una “asamblea constituyente”. Fue ese el tiempo en que una aguerrida Julieta Kirkwood, inteligente y corajuda como nadie, lideraba un feminismo de verdadera trascendencia, que reclamaba democracia en el país y en la casa. Y en el nuevo milenio hemos sido testigos de lo que ha sucedido a partir de 2006. Me refiero ahora a la espléndida, a la tumultuosa, a la esperanzadora revuelta estudiantil, esa a la que todos los días se le suman, y sin que las autoridades los escuchen, más y más agraviados.

Pero hay también un tercer nivel en la configuración identitaria de los seres humanos y ese nivel es el de lo general (o universal). Es el que asegura nuestra identificación con y nuestra pertenencia a la especie. Y ese es el plano donde se inscriben los derechos humanos, que no son los mismos en la actualidad que hace cien o más años y cuyo respeto resulta perentorio, lo que entre nosotros deja todavía no poco que desear. Respeto por los más débiles, respeto por las víctimas de la violencia, respeto por los pueblos originarios, respeto por las mujeres, respeto por los niños. Castigo, en cambio, y castigo sin caridad ni prescripción, para todos aquellos que los infringen.

De lo anterior pueden extraerse un par de conclusiones. La primera es que la política cultural de la dictadura cambió durante la postdictadura pero sólo en términos de su énfasis. Me refiero al énfasis que la postdictadura ha puesto en uno de los dos componentes que desde al golpe de Estado se venían haciendo intervenir en la construcción de la identidad particular de los chilenos. Se abandonaron hasta cierto punto los procedimientos del nacionalismo ramplón, eso es efectivo, pero se apostó, para compensar ese desgaste, a una renovada banalización del cotidiano ahora sin freno ni pausa. O, lo que no es muy distinto, se apostó a una máxima desvinculación de la ciudadanía respecto del mundo histórico que le había tocado en suerte y a una también máxima vinculación de esa ciudadanía con la ideología y el imaginario de la cultura popular mediática y de su cómplice y gemelo, el consumo enajenado. Soy más mientras más consumo, y consumo lo que la publicidad mediática me dice que tengo que consumir. Beatriz Sarlo ha escrito que el shopping center es como una nave espacial, un espacio clauso y autosuficiente, en el que los consumidores navegan a resguardo de los azares de la contingencia histórica. Yo podría agregar por mi parte que el gran objetivo de las políticas culturales de la postdictadura chilena ha sido la transformación de nuestro país en un inmenso shopping center. En otras palabras, de parte de quienes han conducido el carro de la postdictadura el objetivo ha sido producir una ciudadanía de consumidores carente de cualquier asomo de conciencia del mundo “de afuera”, el que sería externo, foráneo y en definitiva irrelevante para ella, y convirtiéndola en cambio en una masa informe y ávida, pobladora de un espacio que es tan clauso y tan autosuficiente como el shopping center de Sarlo. Esa es la mallificación de Chile y para concretarla pueden diferir los mecanismos (los reality shows vis-à-vis la proliferación de las banderas y los himnos patrióticos) y la mayor eficacia de unos respecto de otros, pero lo que no difiere en absoluto es la voluntad de anonadar, de dirigir, de mandar.

La segunda conclusión es que, a pesar de la circunstancia aciaga que recién he descrito, desde debajo del ocultar mostrando del mediatismo hegemónico, en erupción cada cierto tiempo y con más fuerza aún durante los últimos diez años, acaba por imponerse la intuición de lo auténtico y mejor. Los seres humanos funcionamos en un triple nivel, el de lo singular, el de lo particular y el de lo general o universal. Y, aunque todas ellas son construcciones culturales, no todas poseen el mismo grado de legitimidad. Con esto quiero decir que sí, que la identidad es una construcción cultural en cada uno de los tres niveles que acabo de distinguir, pero que también (o por lo mismo) es una construcción histórica cuyo criterio de perfección es el máximo posible que seamos capaces de imaginar y demandar en un momento cualquiera de nuestra residencia en este planeta. De alguna manera, intuitivamente, nos damos cuenta de cuándo y cómo se puede y se debe exigir más.

¿Qué es lo que se debe y se puede exigir hoy en Chile en materia de cultura? Creo que la respuesta es una sola: se debe y se puede exigir que se potencie aquello que de manera espontánea existe ya en los ciudadanos de nuestro país. Me refiero a un enriquecimiento mayor de sus conciencias que les permita a esos ciudadanos entender y juzgar todo cuanto ocurre en torno suyo con más lucidez crítica de la que ahora poseen y ejercer a consecuencia de ello sus derechos de intervención y de cambio. Una cultura “de calidad”, eso que los estudiantes andan pidiendo por las calles, consiste ni más ni menos que en esto. No o no sólo en hacer de esos muchachos trabajadores más eficientes en el desempeño de tales o cuales oficios productivos, sino trabajadores que saben lo que están haciendo, por qué y para quién. El ciudadano es una construcción moderna, la de unos sujetos que “cuentan” en el espacio público, y lo que nosotros necesitamos en este país son más ciudadanos. Necesitamos unos individuos cuya modernidad se va a asentar en su identificación con y su pertenencia crítica a la civitas chilena de nuestro tiempo, lo que en buenas cuentas significa un reconocimiento de la capacidad que ellos tienen para entender y juzgar acerca de todos los asuntos que se ventilan en un país que es el suyo y al que aman. En cuanto a la cultura, la institución que regula la vida de la civitas, que es el Estado, estará cumpliendo con su funciones cabalmente sólo cuando se haga cargo de esta necesidad de fortalecimiento de la ciudadanía, cuando la observe y la implemente. Por el contrario, si la ignora, si la descuida, habrá dejado de ser un Estado moderno, retrogradando hasta llegar al punto de su irrelevancia.

En el Chile postdictatorial, ¿ha cumplido el Estado con las funciones culturales que les son inherentes? Mi impresión es que no, que lo que ha impulsado en cambio, y no por casualidad, son tres medidas no necesariamente correlativas. Primero, aún más que la dictadura la postdictadura les ha abierto el camino a los poderes anonadantes de las industrias de la entretención (¿cómo se entiende si no la connivencia del Estado con las multinacionales en las compras públicas de libros así como la preferencia otorgada a los libros “recreativos” en las adquisiciones para las bibliotecas públicas en desmedro de los libros “difíciles”?). En segundo lugar, el Estado chileno postdictatorial ha favorecido directa o indirectamente el predominio de la cultura popular mediática (¿quién puede explicarme la desaparición del ramo de literatura de la educación secundaria, esto es, el reemplazo de la enseñanza de las más altas expresiones del arte verbal en la lengua española por el adiestramiento en los mecanismos de la comunicación, lo que se confirma con las compras de libros que hace el MINEDUC, unido ello a la existencia de un canal de televisión “nacional” que no sólo hace lo mismo que hacen todos los canales comerciales sino que lo hace peor? ¿Cómo interpretar, por otra parte, la novedosa intención, también del MINEDUC, de borrar la filosofía y la historia de los programas de la educación secundaria?). Y, en tercer lugar, les ha abierto un hueco a algunas de las culturas ignoradas o silenciadas (a las culturas “subalternas”, dicho sea esto con la jerga postmoderna).

Son las tres esquinas de una política cultural que, entiéndaseme bien, no es por completo errónea pero sí perturbadoramente desequilibrada, que no sabe adónde va, que borra con el codo lo que ha escrito con la mano, obedeciendo para eso al que presiona con más fuerza. Porque, aunque la valoración de las culturas subalternas sea estimable y necesaria, valoración étnica, genérica, regional o de cualquier otra especie –y yo soy el primero en defender esta posición, según lo he expuesto en otros sitios–, no lo es cuando se la lleva cabo en desmedro de la cultura de mayor complejidad. O sea cuando se establece una oposición binaria irreductible entre una cosa y la otra. Cuando a la cultura más compleja y menos efímera, a la cultura “difícil” (y no quiero decir la “alta cultura” porque eso supondría un reclamo jerárquico y presuntuoso de mi parte y no se trata de eso), se la acusa de “elitista” o de “academicista”, de ajena a “la gente que es como uno”.

Con un populismo necesitado de mejores argumentos, se da por supuesto entonces que esa “otra  cultura” no tiene que ni debe contar con el apoyo del Estado porque es la cultura de los menos. O ella se preserva por sí misma, en tanto cuanto existe para que la gocen las personas que pueden pagarse semejante artículo de lujo, o se juzga que no es atingente a los fines de la democracia. Y las cuentas deficitarias no se hacen esperar. Porque, ¿dónde está la edición crítica de las obras de Gabriela Mistral? ¿Dónde la de las obras de Manuel Rojas? ¿Cuándo se ha pensado siquiera en la formación de una biblioteca de “autores clásicos chilenos” en ediciones críticas hechas con el cuidado filológico que ellas merecen, como las que poseen otros países más alfabetos que el nuestro? En este país en el que tanto nos gusta imitar, ¿dónde está la réplica chilena de la francesa bibliothèque de la Pléiade?

En eso consiste también el “patrimonio cultural” de una nación y no sólo en los adobes de las iglesias terremoteadas y en algunas mansiones ruinosas de la aristocracia criolla y que los curas y el falso patrioterismo oligárquico sostienen que es preciso refaccionar con el dinero de todos los chilenos. Es más, y esta es una anécdota que me concierne personalmente: ¿qué se puede decir cuando una solicitud de financiamiento para la edición e impresión de la primera historia crítica de la literatura chilena, una obra colectiva en cinco volúmenes que la profesora Carol Arcos y yo dirigimos y que cuenta con la participación de los doscientos máximos especialistas chilenos y no chilenos en sus temas, no tiene en el concurso de Fondos de Cultura 2015 la suerte que uno esperaría? Nuestro proyecto, que consiguió las marcas más altas en los ítems “coherencia” y “currículo” (100 puntos), fue sin embargo rechazado en los ítems “presupuesto” (70 puntos) e “impacto” (80 puntos). ¡Demasiado presupuesto y poco impacto los de una historia crítica de la literatura chilena, destinada a constituirse en una obra de consulta obligada en todas las bibliotecas del mundo! No quiero pensar mal, pero lo único que logro inferir de una resolución como esa es que ella no puede ser sino el síntoma de una tosca ignorancia.

En fin, no quiero demorarme más en lo que ya se está pareciendo demasiado a una diatriba. Desearía tan solo que los asistentes a esta asamblea nos sumergiéramos en una reflexión a fondo sobre el tan manoseado y tan malentendido concepto de cultura y que desprendiéramos de ello las consecuencias que son pertinentes. En principio, cultura es todo lo que los seres humanos le agregamos al mundo natural, bueno y malo, eso es verdad. Más ceñidamente, pudiéramos decir que la cultura es el ámbito del funcionamiento de nuestra economía simbólica, el ámbito dentro del cual producimos, distribuimos y consumimos significado. Y es en este último sentido que la cultura se encuentra en todas partes, en la vida cotidiana, en ciertas instituciones, en las grandes creaciones del espíritu humano, en la música, en la plástica, en la poesía e incluso cuando la poesía nos parece enigmática, opaca, de arduo acceso. Paradójicamente, en ese caso es la opacidad la que provoca la ruptura del hábito adormecedor2. El hecho es que respiramos cultura, y por la sencilla razón de que nunca tenemos acceso a la realidad en cuanto tal sino que lo hacemos a través del enrejado significacional que la cultura habrá puesto entre nosotros y las cosas. Hablar del “derecho a la cultura” supone por lo tanto un malentendido (o una generosidad) imprudente y doble: que la cultura existe en unos y no en otros y que hay que promover toda la cultura, cualquiera que esta sea. Yo pienso que no es así (existe una cultura del delito, ¿tenemos que promoverla también?), que lo que hay que promover es cierta cultura, la de la inteligencia, el discernimiento, la crítica racional y un sentido estético genuino. Corolario de esta afirmación es la necesidad imperiosa de lo que el maestro mexicano Alfonso Reyes llamaba el “deslinde”, de distinguir qué entre todo eso a lo que denominamos cultura nos hace mejores. Distinguirlo y respaldarlo.

Y no son los reality shows, los noticieros chorreantes de sangre, los programas de trivia y los conversatorios de política “copucha”, cuando no los sazonados con la sicalíptica de los actores y actrices de la farándula, los que nos sirven para eso. Tampoco el “festival del choclo”, como bien dice mi colega y amiga Claudia Zapata. Seamos responsables cuando nos abocamos a la discusión de estos asuntos. Entendamos que al hablar de cultura no estamos hablando sobre la quinta rueda del carro sino sobre un componente de nuestras vidas sin cuya mediación simplemente no tenemos acceso a los demás. Que en 2014, como lo constató una encuesta del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, el 56% de los chilenos no había leído ni un solo libro, es impresentable. No tenemos por qué creerles entonces a los “populistas de mercado”, para citar de nuevo a Sarlo, a aquellos que celebran el fin de la modernidad y el fin del libro junto con el advenimiento del tiempo de unos “subalternos” que habrían nacido surtos de una pureza autosuficiente y perfecta, rouseauniana o spinoziana, que pueden “hablar” por sí solos pues no les hacen falta los intermediarios letrados para conocer la verdad. Un tiempo en el que ya no existe ni arriba ni abajo, ni adentro ni afuera. Yo por mi lado prefiero pensar que la modernidad tiene todavía mucho más que ofrecernos y que eso ocurrirá cuando a esas multitudes subalternas se las haya proveído con los instrumentos para transformarse en multitudes ciudadanas empoderadas, esto es, en integrantes de una comunidad de sujetos pensantes, intelectualmente bien abastecidos, fuertes, críticos, y por eso y no por otra razón, en las mejores condiciones posibles para construirse a sí mismos y construir su entorno social.

1 Pierre Bourdieu. Sobre la televisión, tr. Thomás Kauf. Barcelona. Anagrama, 1997, p. 20.

2 Para Novalis, la poesía es una fuerza de oposición frente a un mundo de hábitos (Fragmentos, Heinrich von Ofterdingen), en tanto que para Apollinaire la poesía extrae de lo extraordinario o lo trivial lo nunca antes percibido (“L’esprit nouveau et les poètes”).

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