Venezuela vive momentos difíciles y un bloqueo entre gobierno de oposición que, parece evidente, es empujado por los actores internacionales que más reclaman por una solución. El escenario deseado –nunca confesado- es aquel donde la democracia no sea capaz de canalizar las contradicciones sociales y se produzca un quiebre que aparezca como natural. Si tal situación, de horrorosos precedentes en América Latina, se produjera, nadie repararía en quienes contribuyeron a cerrar todas las puertas de solución: se limitarían a decir, junto con sus grandes medios de comunicación, que todo fue culpa del propio gobierno.
No es el momento, nunca lo es en realidad, para el análisis en blanco y negro. Así como el Chavismo ha contribuido como nunca antes a mejorar las condiciones de los sectores más postergados de la sociedad venezolana, en el último tiempo ha sido víctima y victimario de la desaceleración económica mundial, de la sorpresiva caída en el precio del petróleo, del boicot y el desabastecimiento, de errores en la conducción económica y de la falta de diálogo con la oposición.
En ese escenario, hay muchos venezolanos que legítimamente y con razones comprensibles se han ubicado en la oposición.
Pero que nadie se engañe, independientemente de sus sensibilidades políticas: los gobiernos en América Latina no caen por incompetentes, ni tampoco por corruptos, si eso es lo que se pensara en este caso. Administraciones con problemas en ambos sentidos han abundado en el continente (en Chile también hay ejemplos) y nadie ha dicho que deben terminarse o generarse las condiciones para ello.
No. En América Latina los gobiernos caen porque afectan los intereses de Estados Unidos o de poderosas corporaciones nacionales o extranjeras. En la última década tres gobiernos han pasado por esta situación: Zelaya en Honduras, Lugo en Paraguay y Dilma Rousseff en Brasil. Saque usted sus propias conclusiones.
El escenario, fácil de ver, es entonces mucho más complejo que la ridícula lucha “entre la civilización y la barbarie” que por ejemplo trata de construir Álvaro Vargas Llosa en los medios de la poderosa SIP (Sociedad Interamericana de la Prensa).
En este marco es que en los últimos días se ha abierto una luz de distensión, y también de contrariedades, con la sorpresiva aparición del Papa Francisco quien, reunido con el presidente Nicolás Maduro en el Vaticano, ofreció un rol mediador para encontrar espacios de entendimiento. Durante los días sucesivos, sectores de la oposición como los agrupados en el MUD de Henrique Capriles han cuestionado la instancia, pero este domingo la mesa se debe instalarse formalmente, como confirmó la canciller Delcy Rodríguez durante su intervención en XXV Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno, en Cartagena de Indias.
Según ha explicado, “este diálogo es un mecanismo para encauzar aquellas acciones que pretenden por la vía no constitucional y antidemocrática el derrocamiento del gobierno de Venezuela”.
Para reforzar una instancia que puede ser desestabilizada en cualquier momento, la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) pidió “respetar el compromiso de iniciar conversaciones el día 30 de octubre con el acompañamiento del representante de la Santa Sede enviado al efecto, a fin de evitar una espiral de violencia que suma en un mayor sufrimiento a nuestro amado pueblo. Es solo el camino del diálogo junto con el respeto a la Constitución y las leyes, y no el de la perenne confrontación, el que puede permitirnos encontrar alternativas de solución” a la crisis, señala el texto.
Previamente, representantes del Gobierno y la oposición confirmaron que sus delegados asistirán a la reunión con el acompañamiento del emisario del papa Francisco, Emil Paul Tscherrig, y una mediación internacional encabezada por el expresidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero.
El problema de la eficacia política de esta instancia radica en que ambas partes se acusan de sentarse a la mesa mientras, fuera de ella, se hace lo contrario. Es crucial en este punto mencionar, especialmente porque se trata de hechos que tienen escasa difusión mediática internacional, el rol que está jugando el Parlamento, con mayoría opositora luego de las últimas elecciones.
El domingo pasado, un día antes del encuentro de Maduro con el Papa, la Asamblea aprobó un texto según declara “la ruptura del orden constitucional y la existencia de un golpe de estado cometido por el régimen de Nicolás Maduro en contra la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y el pueblo de Venezuela”. Además, solicita “a la comunidad internacional la activación de todos los mecanismos que sean necesarios para garantizar los derechos del pueblo de Venezuela, en especial su derecho a la democracia”.
Por último, se encarga de “exigir a la Fuerza Armada Nacional no obedecer ni ejecutar ningún acto o decisión que sean contrario a los principios constitucionales o menoscaben derechos fundamentales del pueblo de Venezuela, emanados del Poder Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral”.
No hay que ser un genio para constatar que esta declaración le da todo el soporte de uno de los poderes del Estado a un eventual golpe de Estado. Más aún si se vive en un país como Chile, cuyo congreso aprobó una resolución similar dos semanas antes del 11 de septiembre de 1973.
Hasta aquí, en todo caso, la Asamblea se circunscribe a decir que el gobierno es el infractor. Pero en otra resolución del martes 25 de octubre, dos días después, se sincera. Ahí se oficializa el inicio de un “procedimiento de declaratoria de Responsabilidad Política del Presidente de la República”, por “haber consolidado un modelo político-económico y social que por su estatismo, rentismo, burocratismo y corrupción ha ocasionado la devastación de la economía del país y, en particular, una enorme inflación y el estrangulamiento de la producción nacional, así como el desabastecimiento en el rubro de los alimentos y medicamentos e insumos médicos”.
¿Cuál es el problema, entonces, para la oposición? Si es que el Gobierno lo ha hecho mal, para eso están las elecciones. Si es por el modelo político-económico y social estatista, entonces el problema es ideológico y el “pecado” sería el mismo cometido por Zelaya, Lugo y Dilma Rousseff, y no otro. En tal caso, el argumento de que el Gobierno se ha salido de la
Ley es el mismo con que justificaron las tres usurpaciones anteriores.
Lo mejor que cada cual puede hacer entonces por Venezuela, desde su modesta posición, es inmunizarse ante las caricaturas.