El año 2016, objeto de un extendido desprestigio, finalizó al menos con una buena noticia: la firma de una tregua en Siria y el inicio de conversaciones de paz. Pero el año 2017 llegó de inmediato con más muerte: el atentado del Estado Islámico en una discotheque de Estambul, en respuesta al rol jugado por Turquía en el conflicto, dos semanas después del asesinato en ese mismo país del embajador ruso.
Ambos países pagan en estos días el precio de actuar coordinados y erigirse en líderes de la evolución de los acontecimientos, Algunas horas antes del último atentado, el Consejo de Seguridad de la ONU había aprobado por unanimidad el proyecto de resolución elaborado por Rusia y Turquía. De este modo, el organismo internacional comprometió su apoyo al acuerdo de alto el fuego el inicio de las negociaciones entre el gobierno de Bashar al Assad y la oposición, en Kazajistán. La respuesta del Estado Islámico, que fue en una discotheque en suelo turco, es que esa milicia puede perder en Siria la estratégica ciudad de Alepo, pero el campo de batalla es todo territorio de todo país involucrado. El modus operandi hace muy difícil el funcionamiento de los aparatos de inteligencia: individuos sin coordinación acogen remotamente el llamado de ISIS y actúan, salvo en el caso del embajador ruso en Turquía, contra población civil que no tiene directamente nada que ver con el conflicto. El mensaje es claro: nadie está salvo y cualquiera puede morir.
Terrorismo puro. Exactamente como ha ocurrido en Siria
Al cabo del cuarto día, la tregua ya tiene dificultades. Primero, porque ha sido excluido el Estado Islámico, cuyas fuerzas se concentran en el norte del país, precisamente cerca de la frontera turca. Hasta sus posiciones llegaron las fuerzas de Erdogan, que en venganza atacaron 111 blancos que fueron alcanzados por obuses, lanzadores múltiples de cohetes, morteros y tanques. Según el Ministerio de Defensa, como resultado de la operación murieron 22 milicianos y se dañaron los depósitos de armas, cuarteles y escondites de la organización.
Y segundo, porque 10 grupos rebeldes que se habían sumado a la convocatoria de tregua de Rusia y Turquía pusieron en cuestión su asistencia a las negociaciones de la cumbre de Astana, en Kazajstán, debido a que, según afirman, las Fuerzas Armadas sirias no estarían respetando el cese el fuego. Según advirtieron, si las tropas de Bashar Al Assad ganan más territorios supondría el fin definitivo de las negociaciones de paz.
La zona donde las fuerzas oficiales violarían la tregua está al noroeste de la capital siria, Damasco, fundamental para el aprovisionamiento de agua a la ciudad, que escasea, pero que además según acusa el Gobierno, habría sido contaminada por los rebeldes, poniendo en riesgo a las cuatro millones de personas que no se han ido.
En cualquier caso, las declaraciones denotan que el Ejército sirio está ganando la guerra y haciéndose de porcentajes mayores del territorio nacional. Mientras, lo que aparece como balance transitorio es pavoroso: unas 13 millones de personas, de un total de 23 millones, han huido de sus casas y muchos de ellos del país. La reconstrucción se calcula en miles de millones de dólares y aunque no hay acuerdo se sabe que el conflicto ha matado, en la más conservadora de las proyecciones, a 300 mil personas.
Tanta muerte y destrucción puestas en números abruma, pero el solo ejercicio demuestra que la idea del fin de guerra, aunque incierta, es ahora una posibilidad sobre la que se puede pensar.
En ese eventual escenario, es evidente que Siria está incapacitada para acometer la tarea sola. Por eso, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha planteado la idea de un gran plan de ayuda internacional, como el que se implementó luego de la Segunda Guerra Mundial, para reconstruir el país y hacerse cargo del regreso y la reubicación de los millones que han huido.
Con esa declaración, Rusia reafirma su voluntad de ejercer un rol protagonista durante y después del conflicto, con lo que consolida su influencia mundial y deja atrás, casi como una pretensión ingenua, la idea del mundo unipolar que se instaló después de la caída de la Unión Soviética. La intervención militar ha respondido al clamor del gobierno local por resolver el vacío de poder que ha sido creado en la región, precisamente, por Estados Unidos y sus aliados occidentales, para lo cual el despertar de la histórica voluntad imperial de Rusia coincidía perfectamente. El gobierno de Obama termina con un evidente retroceso geopolítico, cuyo origen está en las decisiones de George W. Bush. Al respecto, hasta Donald Trump, durante la campaña presidencial, se hizo un par de preguntas lúcidas ¿Cuál ha sido la consecuencia de que Estados Unidos derrocara a Sadam Hussein y a Gaddafi, además de intervenir Afganistán? ¿Por qué quiere seguir el mismo patrón en Siria?
Algunos de los hechos descritos ocurrieron en gobiernos anteriores. La seguidilla de revueltas de distinto origen estandarizadas por el interés occidental como “Primavera Árabe”, cuyo elemento en común habría sido un alzamiento desarmado en demanda de una democracia pro-occidental, ocurrió durante el gobierno de Obama y, ya sabemos, era en realidad una cosa muy distinta. La Casa Blanca quiso aprovecharla a su favor pero, en vez de hegemonizar, agravó la desestabilización en Medio Oriente y favoreció a grupos radicalizados. Es una de las principales herencias de Obama en política internacional.