Historias se entrelazan en el Gran Lago.
De las no comprobadas, de seres de otros mundos que cada cierto tiempo regresan en ánimo de reconocimiento. De energías que sanan la materia y el espíritu. De luces asombrosas que emergen de sus profundidades. Algo de verdad debe haber en aquello.
También hay de las otras. De las colmadas de certeza. De aguas congeladas que miles de años ha cubrieron sus alturas. De vidas convertidas en roca que alguna vez se sumergieron en océanos y mares por sobre sus montañas. De familias de antaño que en esta comarca encontraron refugio y alimento, heredándonos en paredones y aleros sus historias. Algo de ficción, también, debe haber ahí.
El General Carrera y su imponencia (mal que mal, es el segundo más extenso de Sudamérica) ha conjurado desde siempre grande atención.
Sorprendió a los originarios aonikenk, que los que saben hoy nos dicen lo llamaron Ingewtaik gego-gunu-munee, “esa es mi tierra, el lago Gego está ahí”. Aunque su nombre más generalizado es Chelenko, “agua de temporales”.
Hace 100 años embrujó a los que apostaron por sus alrededores, los que partieron con la tarea y gracias a cuyo esfuerzo hoy acá estamos, formando pueblos y comunidades presentes y extintas. Habrá sido su clima templado por el caudal ingente, el mineral de sus suelos, el camino formado por sus olas o la simple belleza que brota en cada tramo de esta Patagonia. No es seguro. Lo cierto es que se desperdigan por sus orillas poblados con nombres de puertos, bahías, ríos, mallines, penínsulas, cual crisol que anuncia el profundo vínculo entre sus orígenes, su geografía y el agua. Puerto Ibáñez, Bahía Murta, Puerto Tranquilo, Puerto Guadal, Mallín Grande, Península Levicán, Bahía Jara, Puerto Sánchez, Puerto Cristal.
Junto a Fachinal, excepción es Chile Chico, cabecera comunal y provincial, única que arrastra, en Aysén, su batalla personal. La Guerra de Chile Chico. O los Sucesos del Lago Buenos Aires, nombre con el que más allá del alambre denominan a este ¿accidente? hidrográfico.
265
En el extremo sur, en el sector conocido originalmente como La Península -hoy Bahía Catalina- confluye la coincidencia. O quizás uno anda más atento. La vida en el campo detiene el tiempo, cede terreno a la reflexión, a la contemplación. Invita a maravillarse con los vínculos de la diversidad. A buscar sentido en lo que aparece desconectado.
Doscientos sesenta y cinco son los kilómetros que se requieren para llegar, desde Coyhaique, hasta este lugar. Donde desde hace más de un año pasamos nuestros días. Un palmo más allá del puente del desagüe del Chelenko. Ese cordón de agua que, administrativamente, da vida al calipso/esmeralda lago Bertrand. El que luego se transforma –también por arte de la burocracia- en el río Baker.
La naturaleza no sabe de decisiones humanas, el agua es la misma. Hace poco me preguntaron por qué el Bertrand tiene un nombre oficial distinto al General Carrera. Debe ser tal disquisición de hidrólogos, funcionarios y pobladores, respondí.
Vivir junto a la tierra enseña, en un doctorado vivencial. Aprendes que la lluvia no cae hoy para estropear la jornada outdoor del visitante, es la savia que permite la magia de la existencia así como los colores de la Patagonia. La nieve que colma las montañas, es nuestro seguro hídrico –cual batería ambiental- para los más áridos días. Saber aquello quizás no hará que el desprevenido no se moje o pase menos frío, pero puede nutrir la percepción y, por cierto, la experiencia.
Son lecciones que la ciudad, muchas veces, no entrega. Que llaman a relacionarse de una forma distinta con lo que está allá fuera. Y con quienes nos encontramos en este tránsito vital.
Doscientos sesenta y cinco es el nombre de la ruta que une Chile Chico con el Camino Longitudinal Austral (conocido en genérico como Carretera Austral). La que cotidianamente como familia recorremos para llegar a Guadal, distante a 15 kilómetros de nuestro hogar. A este aguadal, como nos alertan lo pensaron los ancestros. Para comprar provisiones, para cargar combustible, para acceder a teléfono e internet. Y para conversar, para visitar a los amigos, para conocer.
Para participar en la Asociación de Turismo, Cultura y Artesanía recién formada, o en la de pirquineros y orfebres que por estos días concluye un taller para aprovechar las variadas y abundantes piedrecillas que cobijan las costas del Gran Lago. El mismo que día a día ofrenda retazos madera y materialidad pulida por el oleaje, que a las artesanas de ArteChelenko inspira tanta manualidad.
Un pueblo particular es la Perla del Lago, como le bautizaron los primeros. De pausado e iluminado estar, convergen en él variopintos derroteros. Vida y cultura campesina, horticultura, vacas, ovejas y cabras, fogones y relatos, forman parte de su historia, en mezcla con el turismo que emerge como una posibilidad de seguir siendo lo que se es. Sin perderse en el camino. Sin cambiarse en el intento.
Un turismo que ayude a cuidar. A proteger los fósiles marinos, por ejemplo, que se han transformado en uno de sus principales atractivos. Un turismo que reparta, porque no puede existir sustentabilidad sin equidad. Un turismo que ayude a reflexionar sobre la relevancia de los ecosistemas y la geodiversidad, esa partitura donde se compone día a día, desde hace milenios y sin nuestra ayuda, la hermosa melodía que es la existencia. Que es la vida.
Doscientos sesenta y cinco es el número de nuestra casa en Coyhaique, la que poco más de un año quedó un paso más atrás. La que paulatinamente tenemos menos tiempo de visitar. Cero dos seis cinco, en realidad. Pero las coincidencias perfectas no existen, me digo.
El futuro no está escrito en piedra. El nuestro tampoco. Menos aún en esas hermosas piedras que abundan en la cuenca del Chelenko y que desde sus múltiples rincones se está intentando rescatar.
Hoy habitamos su extremo sur, sumándonos a muchos hombres y mujeres que nos precedieron. Nos sentimos alumnos privilegiados, de enseñanzas sin matrícula ni arancel. Donde los profesores son las bandurrias, los zorros y los carpinteros, los coigües, los ñires y los maquis, el agua que baja de las cascadas, el sol que se sumerge temprano en invierno, los ciclos de la vida y la naturaleza que ya no son inconvenientes como tanto nos han enseñado, son posibilidades. Consejeros son también los amigos entrañables, que han abierto sus puertas y corazones a estos citadinos –ni tanto, quizás, solo somos de Coyhaique- que quieren aprender. Callampas secas de boletos del bosque, golillas de cámaras en desuso, manillas de pecotras, trabas confeccionadas con ramas caídas, habas monumentales de la huerta orgánica son los exámenes dados en las asignaturas de reciclaje, recolección sustentable, trueque, soberanía energética, responsabilidad alimentaria, conocimiento libre y compartido con los demás.
Guías existen muchas. Y los atractivos naturales de esta y otras tierras ya están –afortunadamente- lo suficientemente anunciados para abundar en ellos en estas pocas líneas. Para eso existen Turistel y Sernatur. E internet. Quien quiera recurrir a ellos una buena opción es visitar www.chilechico.cl.
Porque otras historias y experiencias son las que se urden en Puerto Guadal. Solo se precisa aprender a observar. Esas que se tejen en la vejez, esa que entrega sabiduría, paz y esparcimiento natural.
Estado con el que, a orillas del Chelenko, siempre es posible tropezar.
*Por El Divisadero